miércoles, 22 de noviembre de 2017

Querido aficionado al cine de superhéroes

Con el último estreno de La Liga de la Justicia, he podido corroborar lo que hacía tiempo venía sospechando: eres mucho más entretenido que el cine que tanto te gusta. De verdad, te animo a que hagas la prueba y verás que no miento. Entra a un cine y mira a tu alrededor: público tan variado no se ha visto en ningún otro nicho. Treintañeros y críos de primaria, juntos y revueltos, comiendo palomitas como si llevasen días en ayunas, riendo con los mismos chistes insulsos, fascinados por el despliegue de ruidos y fuegos artificiales ante sus ojos. El de superhéroes es un género transversal que no entiende de edades, sexos, estrato social o intelecto.

Honestamente, pensaba que no llegaría a ver algo así. Cuando yo era un crío y mis padres me llevaban al estreno de Star Wars o Spiderman, yo salía alucinado; pero comprobaba con desilusión que ellos no. Con el tiempo, los chavales de mi generación (algunos incluso mayores) han envejecido, se han convertido en padres y ahora son el consumidor más codiciado por las productoras. Y allí donde hay un billete de más, Hollywood no pierde el tiempo.

Si no te reconoces en esta foto, amigo mío, sigue leyendo que tengo algo que decirte. 

Sin embargo, aún no te he explicado por qué eres tan entretenido. Resulta que cuando sube el rótulo de créditos y se encienden las luces en la sala, la película no sólo no ha terminado, sino que está a punto de comenzar. Las redes sociales arden, las webs de puntuación se colapsan, los blogs se llenan de juntaletras y tú, querido espectador, te ves indefectiblemente arrastrado por ese vendaval. No te culpo. Hay muchos complejos hirviendo dentro de la olla; y es muy terapéutico ventilar toda esa ignorancia y mala leche en compartir ésta o aquella noticia e insultar a todo aquél que guste de lo que tú no gustas y vicerversa. De nada sirve que el ya retirado Alan Moore, a quien respeto más como guionista que como personaje, haya repetido una y otra vez que cómic y cine son lenguajes distintos, inmiscibles. Tú aún sigues esperando esa gran película de superhéroes que te llene tanto como las páginas en las que se inspira y, por supuesto, nos calle la boca al resto.

Con esta ingenua ilusión, no te das cuenta de que has conseguido hacer de ti mismo una mejor película que la estrenada en pantalla; y lo que tiene más mérito: lo has hecho convirtiendo en trascendente, como si de una causa personal se tratase, una película que es netamente intrascendente. Cuando te miro, pienso en ese culpable espectador de Telecinco al que tanto desprecias. Siento que tengas que enterarte así, pero la verdad es que sois mucho más parecidos de lo que tú crees.


Cuidado ahora, no te asustes. Puedo adivinar lo que estás pensando, aunque todavía tienes que armarte de argumentos y valor para hacerlo: quieres ir a la sección de comentarios y responder con un sarcasmo que, por cierto, te queda muy grande. Te tiembla el pulso y sabes, muy en el fondo, que todo lo que estoy diciendo no es más que vaga pedantería. Quieres convencerme de que soy un hipócrita cuya diatriba es semejante a la tuya en las redes sociales; pero, de verdad, espero que me creas cuando te digo que lo mío no es la rabia canina que tú transpiras. Sólo elijo tomarme estas cosas con humor, reírme contigo y no de ti, aunque tú no te rías en absoluto.

Te prometo que he intentado ser paciente y comprensivo. Soy el primero en admitir que el cine, desde Mèliés, nació antes como entretenimiento que como arte, y las tradiciones hay que respetarlas. ¡Es una pura distracción, no hay que tomárselo tan en serio!; pero tú no puedes evitarlo. Imagino que los 80 debió ser algo parecido a estos tiempos de hogaño: fans de Van Damme y Steven Seagal amenazando con practicarse artes marciales entre ellos, a falta de redes sociales. "Espectáculo y negocio", que diría algún cínico soplapollas. La cuestión es que el espectáculo ni siquiera lo tienen que poner ya las productoras. Espectáculo... eres tú. 

Y ¿por qué, mientras yo me divierto con estos tontos juegos de palabras, me invade un relente agridulce? ¿Por qué me da la sensación de que ya no basta con hacer pedagogía cuando te dejen y claudicar más tarde entre risas? Hace un tiempo, Peter Greenaway dijo que el cine había muerto. Nunca tomé muy en serio a este sofisticado ególatra, pero empiezo a ver algo de verdad en sus palabras. El cine como espectáculo y evento social ha fracasado en su intento de renovación, está agonizando con apenas un siglo de vida y lo estamos rematando nosotros. Los que creen que el medio empieza y acaba en los blockbuster estivales, que El Caballero Oscuro es la mejor película nunca hecha y que Wonderwoman es una verdadera proclama feminista son los que empujan el puñal; pero los que nos tomamos todo esto a chanza porque no sabemos, no queremos o no podemos hacer nada al respecto somos cómplices de mirar impasibles el crimen desde nuestra torre de marfil. Para cuando se nos ocurra bajar, nos van a quedar pocas ganas de reírnos.

Hace un par de semanas dije que Hollywood no era ninguna democracia. Mentí. El cine se ha democratizado mucho y es un magnífico reflejo de los votantes; es decir, los que pagáis entrada.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Hollywood está muerto

Harvey Weinstein, padrino de facto para tantos cineastas como Tarantino, Kevin Smith y Ben Affleck, entre otros, ha caído en desgracia. O le han tirado, pero el resultado es el mismo y se está convirtiendo en una triste moda: ha sido defenestrado por prensa e industria un tío con las manos muy largas que abusaba de su influencia para meterlas donde no debe.

La vorágine de acontecimientos no se ha hecho esperar. Ensayados reproches por parte de algunas actrices, testimonios por parte de otras; y algunas que, como Emma Thompson, tienen la valentía de admitir que esto es así, siempre ha sido así y, a estas alturas, quien finge sorpresa no es más que parte de la conspiración del silencio. A todos se nos dibuja en la mente la cara de Meryl Streep, gran amiga de Weinstein, la misma que se vino arriba con el discurso feminista de Patricia Arquette en los Oscars de hace un par de años.


Suspicacias aparte, no he venido a juzgar a gente de la que poco o nada sé. De eso ya se han encargado los que tienen una reputación y una nómina que mantener; y, como por suerte o por desgracia, yo no tengo lo uno ni lo otro, me voy a permitir una reflexión que creo no haber escuchado todavía.

Desde que saltó el "escándalo", he leído diversas opiniones por aquí y por allá, pero hubo una que me dejó estupefacto por el cinismo que rezumaba. La que habla es Sophie Mathisen, una don nadie igual que yo, para el The Guardian:

"La industria del entretenimiento, construida sobre los sueños de gente joven e ingenua, tiene un gran peso en los beneficios de un sistema regido por una élite rica, masculina y blanca. Las mujeres, debido a su poca presencia en puestos de decisión, representan poco más que accesorios de dicha élite que maneja los hilos." 

Ésta no es una opinión aislada. La autora se permite incluso citar el lema de la segunda ola del feminismo, "lo personal es político". Si aún estáis despistados, no hay problema, os traduzco todo esto:

"Al igual que en los años 60 un valiente colectivo feminista defendió que las mujeres debían ocupar puestos de relevancia política para que sus circunstancias y conflictos se vieran bien representados, yo hoy invoco ese mismo razonamiento. Sí, vale, Hollywood está podrido hasta la base del pastel; pero el problema aquí es que las mujeres no tienen su porción".

Lo anterior es de mi cosecha, por si hay alguna duda. No encendáis las antorchas todavía, no estoy cuestionando los avances que desde entonces se han logrado en paridad de género, sino que apunto a la raíz del problema: el sistema sigue siendo igual de clasista y despiadado. El símil con Hollywood está muy bien escogido por Sophie, pero no creo que ella entienda por qué.

Por supuesto, Hollywood no es ninguna democracia; sólo es un mastodóntico conglomerado de multinacionales en declive tratando se salvar sus finanzas año tras año. Los señores (y alguna que otra señora, como Kathleen Kennedey) al volante de este tinglado son tiburones empresariales más preocupados por meter la mano en las carteras de los espectadores que por ofrecerles un buen producto. Ellos hace tiempo que resolvieron esa espuria dicotomía entre hacer pensar o entretener, para decantarse por la versión más bochornosa de la segunda; todo esto, por supuesto, en un viciado ambiente en el que escalar significa obliterar a quien tienes al lado. Hasta Sam Scribner admitió que los productores en Hollywood ni siquiera se leen los guiones porque, menuda sorpresa, ¡tienen profesionales contratados para eso! Dominar o ser dominado. ¿De verdad es necesario explicar por qué la gente como Harvey Weinstein llega tan lejos en un entorno tan implacable?


Más allá de la indudable lectura machista de los últimos acontecimientos, creo que éstos son un síntoma de lo que verdaderamente es Hollywood. No necesito conocer testimonios de primera mano para formarme esta idea; basta con echar un vistazo a la cartelera. Cuando pedís más feminismo, Hollywood os da su versión más deslavazada con "Star Wars" y "Wonderwoman"; cuando pedís más diversidad racial, os cuela "Distrito" o "12 años de esclavitud", películas que, aun pudiendo ser salvables como producto, no hacen otra cosa que caricaturizar la cuestión. ¿No queríais revolución? -dice Hollywood-. Aquí la tenéis, pero con gaseosa. Y el público se sigue aplaudiendo a sí mismo cuando paga la entrada, orgulloso de lo inclusivos e igualitarios que nos hemos vuelto. Mira que somos idiotas.

Hablar de la más que probable psicopatía subclínica de esta élite financiera o de la tendencia a las excentricidades sexuales y psicotrópicas de sus mimadas estrellitas sólo serviría para esquivar la raíz del problema. Hollywood no puede ni sabe cómo liderar un cambio social que ha venido para quedarse, y exigírselo es tan inconsciente como tratar de resucitar un muerto. Y Hollywood, como dice Paul Schrader, está muy muerto.

P.D.: No tenéis por qué caer en la edulcoración o el enseñanamiento que propone hoy Hollywood cada vez que quiere tratar un tema relevante. "Thelma y Louise" y "Haz lo que debas" son dos películas simpaticonas que demuestran que se puede generar conciencia en el público y entretenerlo al mismo tiempo. Lo mejor de ambas es que, no os lo vais a creer, ni siquiera necesitan insultar vuestra inteligencia para conseguirlo.

miércoles, 11 de octubre de 2017

Darren, hazte un favor y abre un libro

Ayer fui a ver la última película de Darren Aronofsky, movido más por la curiosidad que se ha generado alrededor que por un interés genuino. Sé que éste era el plan de promoción de la película desde el principio, pero no me duele en el orgullo admitir que les ha funcionado conmigo. Abucheos, críticas hirientes, espectadores que abandonan la sala, fanáticos que la defienden... ahí había humo y yo quería ver el fuego.

Vaya por delante que nunca he sentido especial afinidad por el cine de Aronofsky. Su filmografía (con alguna excepción) se me antoja mediocre y delirante, y ha cimentado su carrera a base de provocar a la audiencia y colocarse la etiqueta de excéntrico como coartada. No tengo mayor problema con eso, otros lo hicieron antes que él; pero debes ofrecer algo de materia prima a cambio si no quieres que empiecen a verte como el tonto del patio de recreo.

Resultado de imagen de mother aronofsky


Antes de proseguir, hablemos un poco de figuras retóricas. Jeniffer Lawrence, flamante protagonista de la cinta, dice:

"Él (D.A.) quiere que la gente vaya sin saber nada. Se van a perder todo el detalle y la brillantez que tiene la película. Mi consejo es que entiendan la alegoría."


Javier Bardem, segundo protagonista, habla de su papel:

"No podía identificarme (con Dios) siendo humano. Pero cada vez que volvía a esa alegoría encontraba mi sabiduría."

¿Empezáis a ver el patrón? ¿No? Bueno, aquí un extracto del director hablando de la naturaleza del personaje de Lawrence:

"Tiene que ver con la alegoría de la película."

¡Resulta que la película es una alegoría, una representación simbólica, pobres mentes simplonas! Cuando Aronofsky transforma un velatorio en un festivalote universitario, cuando te muestra ejecuciones que nada tienen que envidiar a las del Daesh, cuando recurre a la violación en grupo o al canibalismo más explícito; ¡todo es pura representación figurada! Hay que que ser ingenuo...

Resultado de imagen de aronofsky jennifer lawrence


La reflexión que viene a continuación es enteramente personal, no una verdad escrita en piedra. Parece tontería tener que aclararlo, pero os sorprendería saber cuánto ego herido hay por ahí fuera. Quizá hable de ello en una futura entrada.

Voy a comenzar con una cita de Andréi Tarkovsky, legendario director ruso al que se le acusó erróneamente de practicar un cine en exceso simbólico, extraída de su formidable ensayo "Esculpir en el tiempo":

"Existe, y está ya muy manido, el concepto de «cine poético». Comprende aquellas películas cuyas imágenes pasan audazmente por encima de la concreción fáctica de la vida real (...). Pero encierra un peligro muy específico, el peligro de que aquí el cine se distancie de sí mismo. El cine poético normalmente suele originar símbolos, alegorías y figuras retóricas parecidas. Y, precisamente, éstas no tienen nada que ver con aquella forma de imagen que constituye la esencia del cine."

Tarkovsky está hablando aquí del peligro de abusar de las figuras retóricas en el cine. Él creía, y yo lo suscribo, que el cine tiene una ventaja fundamental sobre otras artes: la inmediatez del impacto emocional. Esto es así porque el cine posee la capacidad de presentar una realidad en un espacio y tiempo determinados, en lugar de representarla. Explica el genio ruso:

"Ni un solo objeto (...) debe ser presentado fuera de ese tiempo que corre concretamente, como si fuera símbolo de un tiempo inexistente. Si uno se aparta de esta condición, de inmediato se abre la posibilidad de introducir, como de contrabando, una gran cantidad de atributos de artes afines. Con ayuda de ellos, no hay duda de que se pueden hacer películas muy efectistas. Pero, desde el punto de vista de la forma cinematográfica, contradicen el desarrollo y la evolución normales de la naturaleza y también la esencia y las posibilidades del cine."

Las figuras retóricas, ya sean metáforas, símbolos, alegorías o metonimias, pertenecen al ámbito de la literatura. Son extranjeras al cine puesto que no surgen de éste. En el lenguaje verbal, llamamos a la unidad elemental «fonema», pero éste carece de significado per se. Debemos atribuírselo. Cuando formamos una cadena de fonemas, lo que obtenemos como resultado es un significante; es decir, una linguística que encierra una imagen mental: el significado.

Nada de esto ocurre con la unidad elemental del cine, el fotograma. No es necesario irse fuera de la propia imagen a buscar su significado, sino que éste se funde con el significante en una relación denotativa. Si me muestras una casa, no imaginaré otra: sé que es esa casa en ese preciso instante. He aquí el gran potencial del cine.

Esto no es óbice para que las figuras retóricas puedan ser utilizadas como herramientas, ya que la encadenación de fotogramas también permite construir un significante que arroje un significado más elevado. Si antes hablaba de presentar una realidad, el simbolismo nos puede ayudar a penetrar en ella. Kubrick recurrió a él en muchas de sus cintas; en "Dogville", de Lars von Trier, cada personaje es un símbolo en sí mismo; incluso yo, en mi primer guion, recurrí al lirio como representación simbólica. La diferencia elemental reside en la utilización del símbolo como instrumento que nos ayude a contar mejor nuestra historia; además de que, en palabras del poeta y dramaturgo 
Viatcheslav Ivanov:

"El símbolo sólo es verdadero cuando es incomprensible, cuando no se puede reproducir con palabras."

Lo cual va muy en la línea de lo que opinaba Albert Camus en su célebre ensayo "El mito de Sísifo":

"Nada es más difícil de entender que una obra simbólica. Un símbolo supera siempre a quien lo emplea y le hace decir en realidad más de lo que cree expresar."

Como veis, son demasiados personajes ilustres los que comienzan a ponerse de acuerdo con respecto a la naturaleza del símbolo. "mother!" sólo desdibuja la verdadera intención del autor, susceptible de ser verbalizada sin problema como bien han demostrado los actores y él mismo en sucesivas entrevistas, para enterrarla después sobre capas y capas de imaginería con la infantil pretensión de "lanzar una granada a la cultura popular". Sin embargo, cuando Aranofsky no respeta la función básica del símbolo como figura retórica y, en su lugar, lo convierte en eje medular de una historia, es una señal alarmante de que, como dicen los ingleses, tiene la cabeza tan metida en el culo que cree que todo lo que sale de ese orificio es una genialidad. Por si lo dudáis, Tarkovsky opinó lo mismo que yo, aunque con un lenguaje más elegante:

"Por eso le molestan a uno los pretenciosos deseos del actual «cine poético» de distanciarse del hecho, del realismo del tiempo. El único resultado posible son la petulancia y el manierismo." 

Imagen relacionada

Vayamos terminando: ¿qué es "mother!"? ¿Una alegoría de Dios y la Naturaleza? Quizá. ¿La relación entre un autor con el ego hecho trizas y su inspiración? Ajá. ¿Una crítica a la maternidad y el matrimonio feliz? Pues molt bé. ¿Todo lo anterior y nada a la vez? Chachi para ti, Aronofsky. La verdad es que, a pesar de que la controversia me había llevado hasta la sala de cine, desde el instante en que puse un pie en ella renuncié a seguirle el juego al autor de apellido conspicuo. Ni sé ni me importa de qué va esta película. 

No le conozco personalmente, pero, si tengo que juzgar por lo que dice en sus entrevistas, Darren Aronofsky parece no ser más que un payasete con personalidad adolescente y tendencias egomaníacas; por su bien y por el vuestro, no le riáis la gracia.

miércoles, 16 de agosto de 2017

El escribir con buena letra

Rescato y finalizo está reflexión que archivé en su momento, a colación de aquella crítica a "Pieles", primera película de Edu Casanova, y que creo merece la pena publicar como breve anotación al margen. Mucho se ha dicho de la aversión que tenemos en este país a las visiones creativas poco convencionales, pero, en este caso, se me antoja como una torpe justificación del repudio generalizado hacia esta cinta. Lo considero así porque lo que se nos presenta en este debate son dos pulsiones aparentemente contradictorias, un Apolo y un Dionisos que se refutan entre sí cuando no tendrían por qué.

Las personas que defienden esta película la describen como una aguda alegoría de la realidad. Lo sé, yo tampoco entiendo muy bien a qué realidad se refieren, pero la misma Macarena Gómez dijo en una entrevista de promoción en La Sexta: "No hay nada malo en impactarse. La gente tiene miedo de la realidad". Intentaré no entrar al trapo con el sarcasmo por delante.

Es maravilloso que, como autores, tengamos un mensaje y estemos deseando compartirlo con el mundo. El problema es que el mundo puede no querer escuchar lo que tienes que decir (Samuel Goldwyn, tío inteligente donde los haya, tenía muy claro esto: "si quieres enviar un mensaje, utiliza el servicio postal"), así que no nos queda más remedio que disfrazarlo, añadir capas de maquillaje, en un intento por invitar al espectador al juego. El joven Edu Casanova tiene un discurso muy concreto sobre la imagen física y la desmesurada atención que se le presta, lo que es muy legítimo. Ahora le sobreviene un dilema: no tiene muy claro cómo hacer llegar ese mensaje a la audiencia.

En Pieles, Edu pensó que sería buena idea coger ese discurso, masticarlo con la boca abierta y escupírselo en la cara al espectador. ¿Resultado? Alguno, contento por el festival de efluvios salivales del joven cineasta, le aplaudió la ocurrencia; el resto, mayoría de público y crítica, le devolvió el escupitajo. Perdóneme el lector la indigesta alegoría, pero comprenderá que me ahorra muchas explicaciones.

Sin embargo, Edu podría haber tomado otro camino. Aquí, yo hubiera escrito el verbo sutilizar, pero, tras pensarlo, concluyo que su significado es demasiado abstracto para ser visualizado; así que me decantaré por otra palabra: elegancia. Parto de una intuición indemostrable, pero la elegancia resulta tan atractiva porque denota autocontrol, y éste, a su vez, denota inteligencia. Esto no es un veto al arrojo y la pasión, sólo un breve recordatorio de que, para obtener la satisfacción de echar abajo el castillo de naipes de un manotazo, primero hay que tener el temple para construirlo.

El director de 'Pieles', Eduardo Casanova y la actriz Macarena Gómez. Foto: Manuel Cuéllar. Por seguir con la alegoría, si Edu hubiera tenido la elegancia de esconder sus ases en lugar de arrojar la baraja entera sobre la mesa, el espectador no habría visto venir el discurso desde el minuto uno. Por supuesto habrá alguno con la capacidad de lectura de un cactus cholla que entonces se queje de no sacar nada en claro (exacto: el mismo que disfrutó con el escupitajo); pero el resto nos habremos entretenido atando cabos hasta llegar al momento clímax, donde la película finalmente descubra sus cartas. ¿Por qué es tan importante mantener al espectador elucubrando hasta entonces? En el arte, a diferencia de la geometría, la distancia más corta entre dos puntos no es una línea recta. Este rodeo puede ser tedioso pero mucho más efectivo a la hora de lograr lo que la película se propone: colocar su mensaje y, al mismo tiempo, conseguir que la audiencia profundice en él por sí misma.

En cuanto a la deliberada provocación que calza la cinta, genios del séptimo arte como Stanley Kubrick o Lars von Trier también se apoyaron en ella para promocionarse sin ningún pudor (y también fueron reprendidos), pero el tiempo no ha erosionado la universalidad del discurso en sus obras. Se puede entender "La naranja mecánica" sin los explícitos asaltos de la pandilla protagonista; también se puede disfrutar de "Los idiotas" sin las escenas de desnudos o sexo explícito; sin embargo, es imposible asimilar "Pieles" sin recurrir a los bajos instintos dionisíacos. Apolo no está ni se le espera. Tengo leído que la próxima película de Edu se titulará La Piedad, y casi puedo visualizar a santos y vírgenes fornicando en slow-motion, entre otras epifanías judeocristianas. La irreverencia en exceso es un arma de doble filo que te puede hacer parecer tanto un visionario como un vulgar payasete; y, según se extrae de su opera prima, Edu Casanova está muy interesado en las apariencias. Quién lo diría.

La descripción tan obscena de la realidad que hacen Macarena y Edu es muy lícita, pero no es más que un sermón, una homilía con envoltorio color pastel que impide que la película se extienda más allá de la pantalla. La audiencia lo percibe y, en consecuencia, lo rechaza; aunque ellos prefieran pensar, no sin cierta razón, que en España se desprecia porque sí.

"Es absolutamente imprescindible que el artista oculte sus propias intenciones. Si insiste en ellas, quizá el resultado sea una obra de corte más actual, en el sentido cotidiano de la expresión. Pero una obra de arte de un significado mucho más perecedero."
-Andrei Tarkovsky. Esculpir en el tiempo, pag. 212.

viernes, 4 de agosto de 2017

Watchmen, Nietzsche y Zack Snyder: tres son multitud (I)

Siempre he considerado los cómics una suerte de lectura para vagos. Naturalmente, yo también crecí leyendo los Mortadelo y Filemón, Super López y demás tiras cómicas; pero llegada una edad, simplemente perdí el interés. Ahora, con la cartelera saturada de películas de superhéroes a cada cual más lamentable, la celebración de innumerables eventos de cosplay y la prensa copada por noticias irrelevantes sobre este medio, empiezo a pensar que, oye, quizá soy yo; quizá estoy hablando sin saber y resulta que me estoy perdiendo algo que de verdad merece la pena. Sigo pensando que de aquí a unos años miraremos todo este circo y crisparemos los labios como ahora lo hacemos al escuchar una canción de Raphael, pero parece que aún estamos lejos de ese día. Por eso, a mis 24 años de tierna infancia, no me queda más remedio que rebelarme contra esto, y si hay algo que me gusta hacer es enfrentarme a mis prejuicios.

Fui a mi navegador e investigué un poco. Si voy a leer un cómic, no puede ser algo tan insustancial que confirme mis sospechas sobre este medio. Necesito empezar por el tejado, por la cereza del pastel. Así fue como llegué a un nombre: Watchmen.


Había escuchado de todo; y siendo sincero, ¿cómo de trascendente podía ser algo que había sido adaptado al cine nada menos que por Zack Snyder, ilustre gurú de la cultura basura? Éste es un blog de cine, pero, tras la lectura, decidí que Watchmen merecía una doble entrada. En la primera, hablaré de mis impresiones sobre el cómic, y en la segunda, utilizaré lo que aquí mencione para hablar de la vilipendiada película de Snyder.

Desplazo la portada a mi izquierda: ningún epígrafe, sólo un par de agradecimientos y el Capítulo I ocupando la hoja al completo. Directo al grano, sin solemnidades. Me encuentro con una chapa smiley en la calle, manchada de sangre. De pronto, el plano cenital se eleva más y más sobre la fachada del edificio hasta que el adorno se pierde de vista. En un lujoso ático, unos detectives conversan: alguien ha caído al vacío. Recuerdo levantar la vista y pensar "¡Eso no me lo esperaba!"


No voy a mentir, mi periplo por las páginas de este cómic estuvo empedrado de reacciones similares. El dibujo era fantástico: contrapicados subyugantes, cenitales ascendentes, planos subjetivos, etc. Caramelo para la vista. Por otra parte, hizo que se me disparasen todas las alarmas: el cine no podía competir con eso. Sin salir aún de mi asombro, encontré que cada capítulo estaba rematado con un texto, porciones de literatura diegética; es decir, extraída del propio mundo narrativo. Este metalenguaje es algo muy posmoderno, pero en 1985 debió ser todo un gol de chilena por parte del guionista, Alan Moore. Este señor se permite además incluir un cómic de piratas ficticio que va utilizando, según le conviene, como contrapunto de la historia. ¿Un cómic de superhéroes que emplea figuras retóricas, y que además lo hace con solvencia? Mis prejuicios iniciales se disolvían como azucarillos...

Entonces hizo acto de presencia el que sin duda es el personaje más fascinante de este relato, el Doctor Manhattan, con una frase impropiamente bochornosa:

"Un cuerpo vivo y uno muerto contienen el mismo número de partículas. Estructuralmente, no existe ninguna diferencia discernible. La vida y la muerte son conceptos abstractos, incuantificables"

Ahí lo tenéis: el absurdismo, el nihilismo, el fatalismo... todo resumido en unas líneas y sin que nadie le haya preguntado. Albert Camus ha resucitado y se ha vuelto a morir, pero de la risa. Achaqué esto a las limitaciones del medio, en el que los diálogos deben ser lo suficientemente certeros como para encajar en diminutos bocadillos. Sin embargo, esto no acaba aquí: comencé a leer indisimuladas referencias al superhombre y a la voluntad de creación en el Doctor Manhattan, al nihilismo en la figura del Comediante, etc. En efecto: Alan Moore estaba coqueteando con Nietzsche. Esto podía acabar en matrimonio mal avenido.


Entro en el Capítulo IV, en el que Doc. Manhattan, tras exiliarse a Marte, nos cuenta su pasado, su presente y su futuro como si lo viviese de manera simultánea. No se trata de que pueda ver el futuro, como erróneamente se dice en película y cómic, sino de que ya lo ha vivido, lo vive y lo vivirá. Alan se estaba apropiando del concepto nietzscheano del eterno retorno de lo idéntico para narrar la perspectiva de su personaje. Con un par. Para los que no estéis familiarizados con el eterno retorno nietzscheano, éste propone un tiempo circular en el que el pasado se repetirá en el futuro y éste, a su vez, en el pasado. La explicación viene de considerar el tiempo como algo infinito y la materia existente como una finitud; de esta manera, las posibles combinaciones acabarán por agotarse, momento en el que comenzarán a repetirse de nuevo. Nietzsche estaba mucho más interesado en las implicaciones morales de esto que en las cosmológicas, pero la de Alan Moore no deja de ser una interpretación muy creativa del concepto (en un momento del capítulo, el Doctor Manhattan describe, muy intuitivo, cómo siente un déjà vu de un suceso que aún no ha acontecido).

Respecto al superhombre nietzscheano (el famoso Übermensch) en la figura del Doctor Manhattan, es necesario una reflexión previa. El nihilismo, la decadencia vital de la que tanto hablaba Nietzsche, tiene dos vertientes. En la primera, que él tildó de pasiva, el sujeto que advierte la muerte de Dios (el orden moral imperante), el cual otorgaba sentido a la existencia, se convierte en un pozo vacío de significación y es incapaz de dar valor a nada; en la segunda, activa, el sujeto crea su propia tabla de valores y así da sentido a su existencia. Ésta última es la actitud del superhombre, el que trasciende el nihilismo para crear un nuevo sistema moral a sus pies.

¿Quién es el superhombre en Watchmen? Doc. Manhattan ni siquiera es un hombre; de hecho, al final del cómic menciona que irá a otra galaxia a crear vida, parida que nada tiene que ver con el concepto. Búho nocturno y Espectro de Seda son tan defectuosos y acomplejados como cualquier otro ser humano, admiten no entender nada de lo que ocurre y se abandonan al hedonismo al final de la historia. El Comediante es el prototipo de nihilista pasivo, un personaje tan atormentado como cruel, amoral en todos los aspectos. El de Rorschach es un caso más complejo: en cierta parte del cómic, admite no ver ni plegarse ante ningún Dios; sin embargo, no es capaz de ir más allá. Su visión rancia y conservadora de la humanidad, la cual divide en aliados o enemigos, implica que, a pesar de conocer la muerte de Dios, no renuncia a su moral previa sino que la apuntala. Sólo nos queda Ozymandias, quien sí es capaz de elevarse por encima del resto y mirar en la distancia. Su plan, consistente en sacrificar una ciudad para salvar el mundo, es atroz para el resto de vigilantes pero demuestra ser eficaz. No obstante, en los últimos compases del cómic, dice:

"Los demás me consideran insensible, pero me he obligado a sentir todas y cada una de las muertes (...). Sé que he caminado sobre las espaldas de inocentes asesinados (...), pero alguien tenía que cargar con el peso de ese crimen."

Esto sugiere arrepentimiento. Ozymandias se ve a sí mismo como un sacrificado: no reniega de su moral anterior, sino que brinca por encima de ella como en una carrera de obstáculos cuya meta es la salvación de la humanidad. El superhombre nietzscheano, por tanto, es una cuestión no resuelta en el cómic, a pesar de que Alan Moore lo menciona reiteradas veces; lo que puede ser una burla descarada o un flagrante desconocimiento por su parte.


No es lo único que se le puede reprochar al, por otra parte, soberbio guionista. Seguramente a causa de Hitler, el cual interpretó a Nietzsche como bien le convino, se tiene del pensador alemán la imagen de un hombre insensible y de carácter tirano. El mismo Alan no duda en utilizar su filosofía para caracterizar así a la terna conformada por Doc. Manhattan, Roscharch y Ozymandias; y esto me parece un serio derrape. Friedrich Nietzsche fue un personaje atormentado y elitista, sí, pero también era un vitalista, un enamorado de la vida y sus contradicciones, como él mismo cuenta en Ecce Homo. En el pequeño pueblo suizo de Sils-Maria, donde veraneaba, aún le recuerdan como un hombre con un fino sentido del humor al que le gustaba jugar con los niños y participar en la vida del vecindario. Un tío cojonudo, vamos. Su filosofía era de autosuperación, de emancipación, una apología a la voluntad del individuo por encima del rebaño gregario; nada dijo de bichos azules omnipotentes. No me cabe duda de que Moore es un hombre muy culto, pero dista de ser un experto en la materia.


Cuando la última página del cómic cayó a mi izquierda, fui a buscar información sobre todo lo dicho hasta ahora, y cuál fue mi sorpresa cuando no hallé ningún comentario al respecto en el vasto pozo de futilidad que es Internet. Si no me creéis, probadlo vosotros mismos e introducid en el buscador Watchmen Nietzsche: sólo encontraréis frívolas alusiones al superhombre, y esto es únicamente porque la palabra se menciona de manera explícita en el cómic. Lo que estaba haciendo Alan Moore, por ejemplo, en el Capítulo IV era una filigrana sólo al alcance de un genio, pero nadie había reparado en ello; y si lo habían hecho, no les parecía digno de mención.

Esto me devuelve a mis prejuicios iniciales: lectura para vagos, decía. Desde luego, no voy a considerar a nadie como un iletrado por no estar familiarizado con la obra de Nietzsche, pero no deja de ser sintomático cuando se convierte en un patrón del que se obtiene un doble resultado: bien los lectores de Nietzsche no están interesados en Watchmen, bien estos no están interesados en aquél. En cualquier caso, una lástima para ambos. La única certeza es que Watchmen, aun siendo disfrutable por toda clase de lectores, no puede ser comprendido sin el pensamiento del filósofo alemán, lo que me deja con una pregunta: ¿qué habrán leído las sucesivas generaciones que tanto veneraron el cómic sin saber de dónde provenían sus complejas influencias?

Esta pregunta nos lleva a 2009 y a un hombre, prototipo de ese lector de cómic con déficit de atención: Zack Snyder. Si vas a apropiarte de una historia, más te vale saber lo que tienes entre manos. Huelga decir que no fue el caso, aunque hablaré de ello en la siguiente entrada.

No reneguéis de él ahora, cobardes. Vosotros habéis creado al monstruo.

miércoles, 26 de julio de 2017

La amenaza fantasma de Nolan

Hoy he visto Dunkerque. Mis conocidos y lectores habituales sabrán de la displicencia que suscita en mí cada nueva película de Christopher Nolan; y es que antes incluso de haber pisado el cine ya noto ese regusto amargo en la boca, ese sabor a plato precocinado. Qué puedo decir, recelo de los mesías; sobre todo cuando ellos mismos acaban por creerse ese papel adjudicado por unos evangelistas que tienen más voluntad de idólatras que de admiradores. Ellos son legión, qué duda cabe. En el otro bando, algunos permanecemos irreductibles, mientras otros acaban por creerse esa etiqueta de snob insufrible que nos colocan en el ceño cuando lo fruncimos al escuchar su nombre.

Con Dunkerque, la apuesta era tan arriesgada como ambiciosa, y el resultado, en mi opinión, muy tosco. Por un lado, la factura técnica es una maravilla, como es habitual en el cine de Nolan; por otro, la narrativa es un caos, como tristemente también es norma en él. El río puede que no sea el mismo, pero vaya cómo se le parece. Aun así, los seguidores de la faceta más efectista y ñoña del director oriundo de Westminster no van a tolerar bien el tono severo de la cinta, y los que lo hagan será por puro fervor religioso hacia el cineasta.

Una crítica impresionista sería muy indulgente con la película que nos ocupa; en cambio, me centraré en las costuras de la narración. No entraré en detalles de la trama, por lo que podéis leer sin miedo, aunque es preferible que hayáis visto antes la cinta para poder entender mejor lo que viene a continuación.


Nolan es muy aficionado a jugar con la estructura temporal en sus películas. En Dunkerque, se ha hablado y elogiado mucho la elección de tres líneas temporales con sus respectivas densidades: en tierra, la acción se prolonga durante una semana; en mar, durante un día; y en aire, durante una hora. Lo que podría ser una idea interesante termina por destrozar el relato conforme todas van convergiendo. Las líneas temporales más cortas deben avanzar más lentamente para permitir que el resto las alcancen, y éstas a su vez deben avanzar a un ritmo mayor. Las largas disgresiones aéreas y marítimas en las que poco o nada ocurre son utilizadas tramposamente para permitir que la acción en tierra coja oxígeno. Como resultado, la narración termina por fragmentarse, no es orgánica.

También se ha comentado mucho el tufo a película coral que sobrevuela la narración. En el cine de Kubrick, autor con el que tanto se le compara a Nolan sin que éste tenga mucho interés en remediarlo, los personajes no eran sino herramientas subordinadas a un esquema mayor. Sin embargo, a Nolan no le sale bien la jugada porque los personajes están tan pobremente escritos que son indistinguibles unos de otros, y rápidamente se pierde el interés en ellos.

Para explicar lo anterior, hagamos un ejercicio de memoria y rescatemos tres grandes películas de género bélico. En Apocalypse Now, los personajes hacían un viaje introspectivo hasta las simas de la locura, de las cuales ya no escapaban; en Salvar al soldado Ryan, los hombres del capitán John Miller van confrontando sus distintos puntos de vista en una misión tan estratégicamente irrelevante como humanitaria; por último, en La chaqueta metálica, el soldado Bufón pasa de ser un recluta con inquietudes filantrópicas a ver el lado compasivo de rematar a bocajarro una moribunda. Lo que tienen en común todos estos relatos es que hay un arco en cada personaje. Éstos son puestos a prueba, se adaptan y evolucionan; no así en Dunkerque, donde los personajes finalizan la película tal cual la comienzan (salvo alguna honrosa excepción, como el hijo del marinero). A Nolan no le interesa contarnos quiénes son estos infelices que sólo tienen en común la eterna espera hacia el exterminio. Alguien dice en la película que sobrevivir a la guerra es recompensa más que suficiente, pero lo cierto es que ése es un objetivo bastante pobre para sostener un relato que podía haber dado mucho más de sí.


Por último, me gustaría comentar una decisión muy sorprendente para un autor que, a lo largo de su filmografía, se ha caracterizado por apoyarse con vicio en los diálogos a la hora de explicar aquello que no sabe narrar con imágenes: los personajes se miran, gritan, gruñen y corren; pero sólo abren la boca para hablar cuando es absolutamente necesario. Escuché este detalle antes de ver la película y tenía mucha curiosidad por ver qué tal se la daba a Nolan trabajar con el silencio. No hay sorpresa: se le da muy mal. Es cierto, apenas hay diálogos; pero si cuentas con un machaca-teclas como Hans Zimmer, no puedes evitar rellenar esos espacios con música atronadora, tic-tacs y violines aullando tensión en su cuerda más fina. En cuanto a la calidad de la escritura, los escasos diálogos son tan expositivos como siempre (salvo, de nuevo, un momento puntual entre el marinero y el hijo, los personajes más interesantes de lejos), y Nolan se permite dejarnos bochornosas perlas darwinianas como ésta:

-¡Se trata de sobrevivir!
-Pero no es justo.
-¡La supervivencia es injusta!

Desenmascarados
Ahí queda eso.

El ejército alemán es una presencia fantasmal que nunca llegamos a ver en la película; y, curiosamente, Christopher Nolan también tiene su propio adversario invisible. Él sabe que sólo compite contra sí mismo, que en tiempos de hogaño no hay nadie a su nivel taquillero; y se jacta de ello sin ningún pudor. El problema es que, a pesar de lo que él crea, eso no tiene por qué ser bueno cuando tú solito te bastas para boicotearte.

viernes, 14 de julio de 2017

Mi primer guion y la Teoría del Iceberg de Hemingway en el cine

El Instituto de Cine de Madrid ha decidido otorgar la máxima puntuación a un cortomateraje que escribí para ellos. La tarea consistía en la escritura del guion con una serie de restricciones añadidas, siendo las más condicionantes el que estuviese ambientado en una sola localización de interiores, con un máximo de tres protagonistas y diez páginas.

Mi primera idea fue adaptar un breve cuento de Antón Chéjov titulado "El teléfono", pero la escuela me respondió con otra norma improvisada: no se aceptaban guiones concebidos a partir de material ajeno (si no hubiese dicho nada, es probable que ni lo hubieran notado, pero qué se le va a hacer). Durante un breve tiempo pensé en escribir sobre la muerte de Antígona, personaje de la tragedia griega "Edipo rey", de Sófocles; sin embargo, desistí pronto por la osadía de atreverme con un texto milenario. De este modo, aprovechando que el objetivo siempre fue escribir algo puramente genuino, decidí empezar de cero: así fue como nació "Cuando muere un lirio", guion que podéis leer aquí.

Además, es un pretexto estupendo para hablaros de Ernest Hemingway, Premio Nobel de Literatura en 1954, un autor más conocido en nuestro país por tener su particular patio de recreo en las fiestas pamplonesas de San Fermín. Hemingway, antes de dedicarse a la escritura de novelas y cuentos, fue periodista. Fruto de la ética imparcial de esta profesión, elaboró una teoría literaria minimalista conocida como la Teoría del Iceberg, según la cual se debía omitir información relevante para la interpretación del texto y presentar así sólo los hechos; de ahí su nombre.

Me gusta pensar en Hemingway como un autor muy cinematográfico. Como expone André Graudeault en "El relato cinematográfico", una imagen no equivale a una palabra; si te muestro una casa, esto no equivale a decir casa, sino a decir aquí hay una casa; esto es: presenta un hecho, no una explicación. Al autor estadounidense le funcionó muy bien esta herramienta, y su estilo es hoy muy reconocible. El resto de escritores sólo podemos estudiarla y recurrir a ella cuando entendamos que el texto así lo pide; de lo contrario, corremos el riesgo de convertirnos en una burda imitación. Así fue como esta teoría vino en mi rescate.

Resultado de imagen de hemingway españa

"Cuando muere un lirio" es la historia de una pareja en la que no hay amor. Sus viscitudes son expuestas a lo largo de cuatro años, lo que puede parecer un objetivo bastante ambicioso para un corto de sólo diez páginas; sin embargo, apoyándome en la teoría de Hemingway y recurriendo a la unidad aristotélica del espacio (que añade esa simplicidad que tanto admiraron Tarkovsky y Bresson, entre otros), pude trocear el relato y presentar sólo los hechos convenientes para seguir la acción.

Una vez hayáis leído el guion, veamos un ejemplo práctico en esta pregunta: ¿consideráis que el primer embarazo de la pareja es una feliz casualidad, un ruin intento de él por salvar el matrimonio o el fruto de la relación entre ella y su amante? Es una información que nunca se da, pero la respuesta es determinante para la interpretación del resto de la historia. Lo que se persigue con esto es que el espectador haga cábalas y especule sobre lo que está viendo, logrando simultáneamente que profundice en el discurso y extraiga sus propias conclusiones. Esto siempre tendrá mucho más peso que la visión que el propio autor, en este caso, yo, pueda tener de la obra. En el cine, Michael Haneke es quien, en mi opinión, ha hecho mejor uso de la herramienta. Su cinta "Caché" es un soberbio ejemplo de esta aséptica narrativa.

Es curioso notar que las personas que hasta ahora han leído el texto extrajeron conclusiones distintas del mismo. Conviene también advertir que el anterior no es el único "iceberg" del relato: mi más sincera intención es que el espectador haga suya la historia.

Nota: Debo prevenir que la Teoría del Iceberg puede confundir a muchos escritores y llevarles a omitir detalles de la historia deliberadamente, porque sí. A Hemingway le funcionaba, pero si nosotros no encontramos una justificación narrativa para ello, os puedo garantizar que su uso será percibido como un pobre delirio de autor (ni siquiera Ernest escapó a este reproche).

lunes, 12 de junio de 2017

Crítica a "Pieles", de Eduardo Casanova

Crítica especializada y gremio artístico no suelen agasajarse demasiado el uno al otro; especialmente aquí, en España, donde hemos sido testigos, entre otros casos sonados, de cómo el matrimonio mal avenido entre Carlos Boyero y Pedro Almodóvar daba lugar a una de las más encendidas batallas dialécticas del séptimo arte. La primera película de Eduardo Casanova no ha sido la excepción; de hecho, la crítica se ha abalanzado sobre ella cual león sobre la gacela herida, y el público tampoco ha respondido favorablemente.

Pongamos las cartas sobre la mesa: no, no me ha gustado. Creo que tiene más fallos que virtudes, y de ensañarse con los primeros ya se han preocupado los críticos con nómina y una reputación que mantener. Yo, sin embargo, tengo cierta debilidad, como Albert Camus, por las causas perdidas.

Hablando de gente sin remedio, Eduardo Casanova es un chaval de sólo 26 años que se ha pasado media vida interpretando a un personaje grotesco en una serie tan obscena como es Aída, por lo que no es una sorpresa que su visión artística sea igualmente estridente. Hay gente que tiene sentido del ingenio para captar un subtexto y hay otros que necesitan un guantazo en la cara para poder pillar un chiste de Chiquito de la Calzada. Si perteneces a este segundo grupo, ¡enhorabuena!, es posible que percibas en esta película una profundidad oceánica donde el resto sólo vemos un vaso de agua medio lleno.


Ahora sí, sus defectos: la fotografía es una pose detrás de otra, sin que la película se haya ganado esos momentos; la dirección de arte es agotadoramente monocromática, en perjuicio de su carga dramática; la utilización de la música (que mezcla, porque sí, la Habanera de Carmen con lacrimógenas baladas a piano) acaba por ser un chiste de mal gusto; y el tratamiento que Eduardo hace de la temática se queda a medio camino entre la caricatura y la depravación. El guion quiere que te rías, pero no es divertido; las escatológicas imágenes quieren que te incomodes, pero dejan un poso de indiferencia. Respecto a esto último, el problema es que, en pleno siglo XXI, ya llevan unos años estrenadas cintas como Martyrs o El ciempiés humano, y la audiencia, salvo sexagenarios en adelante, no se escandaliza con tanta facilidad.

Tras cuatro párrafos, preguntaréis: ¿de qué temática hablamos? Eduardo Casanova tiene una malsana obsesión con la piel que recubre el amasijo de vísceras y órganos que llevamos dentro. Esa dualidad imagino que le habrá dejado más de una noche sin dormir. Con esto, ha elaborado un guion sobre personas con malformaciones y fetiches sexuales relacionados que, siendo sincero, es bastante sólido (que no eficaz). Y lo digo con sorpresa, porque viendo sus anteriores trabajos, esperaba algo a medio hacer; pero resulta que las historias de los personajes confluyen de manera orgánica y se finalizan dando respuesta a los anhelos y debilidades de cada personaje. El discurso de fondo revolotea en torno a la desproporcionada importancia que se le da al aspecto físico; la paradoja es que la película, como ya he dicho, se acaba quedando en la superficialidad que critica al no saber profundizar con ingenio en ese alegato.

Por encima de todo esto, creo que la mejor virtud de Pieles es que es valiente. Eduardo se la ha jugado, consciente de que le iban a llover los palos por travieso, y se ha descolgado por un precipicio a ver si así le prestaban un poco de atención. No se ha llegado a despeñar del todo, porque la película va a ser proyectada en el Festival de Berlín y el gremio ha cerrado filas en torno a ella, lo que prácticamente asegura la carrera como autor del "Fidel" de Aída. Las críticas, incluida ésta, no van a impedir eso; y me alegro de que así sea.

No me hubiera perdonado no incluir esta foto.

P.D.: Dejaré aquí una reflexión que escapa al fondo, que no a la forma, de Pieles. El año pasado se estrenó Crudo, película francesa que se llevó el aplauso unánime de crítica y público. La cinta de Julia Ducournau aborda los manidos temas de la búsqueda de la identidad y el homo homini lupus a través de una universitaria primeriza que descubre que le gusta morder carne humana más de lo recomendable. Con los considerables medios de los que dispone el cine francés, la burda trama (que además se toma muy en serio a sí misma) y la torpeza en el tratamiento del discurso, paralelas a las demostradas en Pieles, han tenido, no obstante, un premio y una aceptación mucho mayores que el trabajo de Eduardo Casanova. Ambas películas aparentan ser igual de incómodas de ver, y, sin embargo, en España aún nos autocensuramos fingiendo un puritanismo y una miopía que poco bien hacen al medio. Es posible que, quién sabe, si normalizáramos esta clase de cine, Eduardo Casanova tuviese que aplicarse un poco y echar mano de una retórica más elegante para escaparse de la norma y escandalizar al personal. Saldríamos ganando todos.

viernes, 26 de mayo de 2017

Lecciones de Guion III: Cómo (no) utilizar al narrador

Continuando con la serie de fascículos didácticos que empecé con aquella entrada sobre la correcta utilización de flashbacks, y por la cual aún no sé por qué no estoy cobrando, hoy os vengo a hablar del narrador. Figura sacada de la literatura, el narrador revela información al espectador no contenida en los diálogos. El problema viene cuando un cineasta con ínfulas de escritor se quiere llevar esta figura al cine: la información habitualmente dada por un narrador ya está contenida en el plano, por lo que, usualmente, el narrador acaba por quedar convertido en un vulgar cuentacuentos. El cine no es literatura, y, por mucho que tenga sus raíces en el teatro, tampoco es dramaturgia. El cine tiene su propio idioma, y el narrador no suele hablarlo bien.

El narrador está plenamente justificado en una obra literaria por razones evidentes; en el teatro, en cambio, suele jugar un rol omnisciente que revela acontecimientos que no suceden sobre las tablas del escenario. El cine, como ya he dicho, solventa lo primero al ser un medio visual, y lo segundo, a través del montaje, que permite elipsis temporales y espaciales; en otras palabras, permite mostrar todo lo que queramos cuando queramos hacerlo. ¿Qué necesidad hay de tener un intermediario que nos cuente lo que ya estamos viendo? Éste es un error en el que suelen incurrir una plétora de cineastas, desde el infame James Cameron hasta el venerado Quentin Tarantino: no justificar la presencia del narrador.

Antes de ver dos ejemplos bien diferenciados de narración personal y narración omnisciente en el cine, definamos cada una. La primera procede de un personaje contenido en la diégesis (mundo narrativo en el que se desarrolla la trama); la segunda, es un testigo más (con frecuencia, el mismo autor) de ésta que no tiene por qué estar contenido en ella. Ésta última es una figura casi inexistente en el cine debido a la naturaleza del medio: en el cine se muestra, no se cuenta.

En Titanic, tenemos a una mujer centenaria contándonos su tórrida historia de amor con un lozano DiCaprio. James Cameron utilizó este recurso para generar una sensación muy lograda de agridulce nostalgia, de pasado arrebatadoramente trágico; pero lo hace a sabiendas (o quizá no) de que la historia de amor entre estos dos prepúberes hubiese sido exactamente la misma sin una narradora contándola. Esa mujer nos relata una historia cuando la suya ya hace tiempo que terminó, aunque se pretenda disimular todo esto con un halo redentor al final de la cinta.


Quentin, por su parte, introdujo con tramposo calzador unas pequeñas frases narradas por él mismo en Los Odiosos Ocho que confundieron a buena parte de la audiencia, incluido yo mismo. ¿Quién es este narrador? ¿Un personaje de la trama o un ente etéreo? Tarantino no sólo no se molesta en buscar una justificación a la aparición de esta figura, sino que no disimula lo que es: un recurso propio de un autor inflado de sí mismo que necesita recordarle a la audiencia que la película es suya.


Con más acierto, aunque no pleno, se ha utilizado la narración en off como parte del discurso interno de algún personaje de la trama, revelando una reflexión a la audiencia. Scorsese es muy aficionado a este tipo de narraciones (Casino, Uno de los nuestros o Gangs of New York son algunos ejemplos). Es una herramienta que se ha popularizado al permitir con mucha facilidad que la audiencia entre en la mente del personaje y empatice con sus motivaciones sin invadir demasiado la narrativa. El problema es que, como toda herramienta, su uso trae ventajas y desventajas. El inconveniente que surge es que, aunque pueda parecer que estamos ante un monólogo interior que empieza y acaba en el personaje, (y, por lo tanto, se justifica a sí mismo) en la práctica el narrador sí tiene un interlocutor: el espectador. Éste se siente como un narratario invocado, como si le estuviesen contando un cuento, quedando así la acción demasiado enmarcada y perdiéndose en el camino la inmersión de la audiencia, que se vuelve más pasiva, en la trama. Dicho de manera más sencilla: mientras que la audiencia se acerca más al personaje, paradójicamente, se distancia de lo que éste le está contando.

Siguiendo con el razonamiento anterior, si la narración proviene de un personaje y tiene como objetivo final a la audiencia, la pregunta que surge es evidente: ¿por qué nos está contando la historia esta persona? Muchas narraciones comienzan así: "Escuchad mi historia". Como espectador, yo ya me he sentado a ver la película, por lo que mi interés es tácito; ¿para qué llamar mi atención entonces? La finalización no es menos redundante: "Esto fue lo que pasó. Ahora ya sabéis un poco más de mí". No necesito explicar lo tonto que es esto.

Nuestro objetivo es conseguir que el narrador sea una figura tan imprescindible que su desaparición conllevare un profundo cambio en nuestra historia. ¿Cómo solventar todos estos percances y justificar con éxito su presencia? La solución es integrar la narración en la trama. Lo veremos con un ejemplo muy ilustrativo: Forrest Gump.


Durante las primeras dos horas de película asistimos al relato de Forrest como simples testigos, pues los verdaderos oyentes son las diferentes personas que le escuchan en la parada del autobús. Con esto ya hemos solventado un importante escollo: el espectador no se distancia de la historia; todo lo contrario, la observa desde la seguridad que da el saberse testigo fantasma. Más tarde, Forrest recuerda que Jenny le había enviado la dirección de su domicilio, el cual está buscando, y la anciana que en ese momento le escucha le orienta en la dirección adecuada. Con esto, el guionista da a Forrest un nuevo objetivo gracias a su relato, y su historia continúa ahora en tiempo presente. Simplemente brillante.

Otro buen ejemplo podemos encontrarlo en Cadena Perpetua. El guionista decide justificar la narración del personaje de Morgan Freeman al provocar ésta una decisión moral en el protagonista: no abandonar la vida como su amigo el bibliotecario e ir en busca de Andy, quien durante su estancia en la cárcel le enseñó a mantener la esperanza. El guionista, por lo tanto, consigue que la narración cause un impacto dramático en el presente del personaje.


En épocas de hogaño, los casos en los que el narrador no alcanza todo su potencial son mayoría, pero existen un puñado de películas donde, como en los dos ejemplos anteriores, se logra implementar bien su figura: Sospechosos habituales, Harakiri, Cinema Paradiso, American Beauty (caso particular al ser un narrador omnisciente y a la vez diegético, siendo esto posible por estar muerto el protagonista), Ciudadano Kane, El Gran Gatsby, Hiroshima Mon Amour (película en la que además se concibe y populariza el flashback), etc.

Algún lector podrá pensar que estas pautas que describo aquí son sólo una manera de hacer sangre en detalles nimios, pero lo cierto es que un buen cineasta debe siempre plantearse las consecuencias de utilizar o no una herramienta.

Edito: No he hablado del género que ha hecho de la voz en off uno de sus elementos más característicos: el cine noir. Es difícil pensar en él sin recurrir a este truco, pero ¿invalida eso las conclusiones de esta entrada? Cuando pienso en un tío taciturno que me cuenta su vida entre nubes de humo de tabaco, no puedo evitar pensar que ha llovido mucho desde entonces. La utilización hoy de elementos del cine noir ha quedado arrinconada en parodia u homenaje de un cine clásico aún en pañales, y no creo que esto sea por casualidad.

sábado, 13 de mayo de 2017

Lecciones de Guion II: Las expectativas

Desde hace algunos meses disfruto una suscripción en Netflix. El catálogo es amplio, aunque se deba bucear a altas profundidades para encontrar películas que merezcan la pena. Ayer me topé con una sugerencia entre mis recomendaciones, "De óxido y hueso", película francesa de 2012 relativamente bien valorada por público y crítica. Nunca sabes qué esperar de nuestros vecinos transpirenaicos, así que le dediqué a la cinta las dos horas de su metraje. Al terminar, entre todas sus virtudes, se coló un pensamiento en mi cabeza: Éste no es el final que se merece esta historia. ¿Cómo puede ser que yo, simple espectador, me crea con derecho a decidir cómo debe acabar una película?


La historia gira en torno a dos personajes: Ali, padre joven y desempleado que pide asilo en casa de su hermana, y Stéphanie, domadora de orcas que, durante un espectáculo, sufre un accidente y pierde las piernas. Antes de seguir, dejadme que os hable de un elemento muy importante para la caracterización de personajes: debilidades. Los protagonistas de la historia que vayamos a contar no pueden ni deben ser perfectos, pues corremos el riesgo de que sean totalmente blancos, caricaturas de bondad y contumacia, y, por ende, el espectador pierda interés en ellos (tenéis un buen ejemplo de esta clase de héroe plano en la última película de Mel Gibson, "Hasta el último hombre"). John Truby, en su "Anatomía del guion", distingue dos categorías de debilidades que a menudo se confunden entre sí: psicológicas y morales. Las primeras son barreras internas que impiden que el personajes desarrolle todo su potencial; las segundas son una manifestación de dichas barreras que afectan a los individuos a su alrededor. Dicho de otro modo, las barreras psicológicas responden al carácter del personaje, y las morales, a la huella de ese carácter. La importancia de estas debilidades reside en que generan una necesidad en el personaje: la necesidad de cambiar, evolucionar. El espectador identifica esta necesidad instintivamente, y es entonces cuando nace el motor de toda buena historia: la empatía entre personaje y audiencia.

Volviendo a la historia que nos ocupa, determinemos ahora las debilidades de Ali y Stéphanie:

1. Ali.

Debilidad psicológica: es un irresponsable. No tiene rumbo en la vida.
Debilidad moral: es incapaz de hacerse cargo de su hijo ni de corresponder la amabilidad de su hermana cuando ella le acoge en su casa.


2. Stéphanie.

Debilidad psicológica: al perder las piernas, cae en depresión.
Debilidad moral: se aísla en su casa y rehuye a sus familiares y amigos. No está preparada para enfrentarse de nuevo al mundo.


Ahora vemos mucho más claras las necesidades de uno y otro personaje. Ali debe aprender a madurar y tomar el control de su vida; Stéphanie debe recuperar la confianza en sí misma que tenía antes del accidente. El espectador ahora tiene un rumbo, una expectativa que guiará la historia. Sin embargo, el guion de esta cinta no parece estar por la labor de satisfacer estas expectativas.

Hasta ahora, he dado unas pautas convencionales sobre las que usualmente se apoyan las buenas narraciones. No obstante, debo prevenir al lector para que no cometa la imprudencia de saltárselas a la torera con la ingenua pretensión de deconstruir o reinventar. Las convenciones están ahí por una razón, y, como autores, es nuestro deber comprenderlas y decidir si nos sirven o no; es decir, construir sobre ellas, no demolerlas.

La trama avanza y estos dos personajes se encuentran. Poco a poco, ella recupera su autoestima gracias a la vitalidad de Ali, y él a su vez aprende a hacerse cargo de alguien (aunque este alguien sea una completa desconocida y no su hijo, pero menos da una piedra). Es a partir de aquí cuando la historia se viene abajo.

A mitad de película, Stéphanie recibe unas piernas biónicas que le devuelven la facultad de caminar. Con su renovada autoestima, vuelve a relacionarse y reúne el coraje para visitar el parque acuático donde trabajaba y charlar con sus antiguos compañeros. Repito: todo esto ocurre a mitad de la película. El arco argumental del personaje ha terminado porque Stéphanie ha conseguido superar sus debilidades. ¿Qué más queda por contar? Ésta fue la pregunta que yo me hacía durante la hora restante de metraje, convencido de haberme perdido algo.

El resto de la película deriva en, lo habréis adivinado, una romance forzado, con tonito adolescente incluido, entre los personajes. Éste es un fallo de narrador novato. Los deseos de nuestros protagonistas pueden (y deben) cambiar durante la trama, pero siempre con el objetivo puesto en satisfacer la necesidad que habíamos predefinido para ellos. Una vez satisfecha ésta, nuestra historia termina. No les podemos otorgar nuevas necesidades y deseos porque entonces estaríamos comenzando una historia nueva. Si desde un principio el objetivo del autor era que una persona con tímidas carencias afectivas viviese una historia de amor, ¿para qué hacerle perder las piernas tan cruelmente al poco de comenzar la película? Si le vas a quitar las extremidades inferiores a tu protagonista, asegúrate de que tu final responda a tan dramático evento.


Con Ali ocurre lo opuesto. Su arco argumental directamente no acaba porque Ali termina la película siendo casi peor padre que cuando la empieza. No es erróneo que un personaje no consiga superar sus debilidades, pero el autor debe dar una razón coherente con la trama. En "De óxido y hueso" esto no ocurre: Ali es un caso perdido, un niño grande con una cabecita muy loca. Fin.

Luis Martínez, en su crítica de la película para el diario El Mundo, dijo con un lenguaje bastante más engolado que el mío: "Lástima, (...), que Audiard no se atreva a la tentación del precipicio y prefiera antes la seguridad de un desenlace demasiado extraño, cómodo, quizá torpe". El crítico intuía que algo no funcionaba bien en la película, aunque no supiera decir el qué.

El poso que queda en el espectador es el de haber gastado dos horas y no haber sacado nada en claro; pero de todo se puede aprender, así que aquí va un consejo para el lector que quiera mejorar su técnica narrativa:

Si presentas una expectativa, asegúrate de que el desenlace de la historia esté a la altura de la misma; de lo contrario, esa historia no merece ser contada.

jueves, 27 de abril de 2017

Lecciones de Guion I: Entendiendo el flashback

Los lectores habituales de este blog sabrán de mi desdén por el recurso conocido como flashback. Éste puede definirse como un retroceso temporal en los hechos narrados. Antes de explicar el porqué de este menosprecio, pongámonos en antecedentes.

El flashback fue utilizado por Alain Resnais en su opera prima "Hiroshima mon amour", ganando adeptos que vieron en él un recurso por explotar. Si bien no era la primera vez que se incorporaban recuerdos a la narración (Orson Welles ya lo había hecho en "Ciudadano Kane" 18 años antes), sí fue la primera vez que se mostró como una secuencia fugaz, un breve lapso de tiempo en la vida de un personaje. El flashback funcionó tan bien en "Hiroshima mon amour" porque no aparece contra la narración, sino en pro de la misma. Tenemos a un personaje que, en tiempo presente, revive una y otra vez un trauma del pasado, y eso es traducido en términos cinematográficos como flashback; es decir, el recurso tiene un propósito narrativo. Sobra con decir que su utilización en esta película nunca ha sido superada.


Con el tiempo, el flashback se popularizó, y muchos cineastas abusaron de él sin pararse a pensar si la historia que pretendían contar se beneficiaba de ello. Un ejemplo clarísimo lo tenemos en "Manchester frente al mar", película que, mucho ojo, se llevó un premio Oscar a mejor guion original a pesar de su caótico montaje y su narración confusa, entorpecida por una miríada de flashbacks que dejan la sensación de que la historia que merecía ser contada es la que ocurre antes de los eventos que se quieren narrar.

Otro ejemplo mucho más suculento lo encontramos en "Los odiosos ocho", última película del soberbio (por excedente de soberbia) Tarantino. La narración avanza con estilo y buen ritmo hasta que, ¡pum!, salta un flashback que se come alrededor 20 minutos de película sólo porque Quentin no sabe cómo contarnos que había un tirador escondido en el sótano. Para cuando la narración regresa a tiempo presente, el espectador está tan fuera de la película que el resto de metraje se ve entre la indiferencia y la ligera distracción. ¿La razón? El ritmo de la película está completamente roto. Quiero pensar que esto responde a una voluntad de Tarantino de recordarle a espectador que está viendo una película de Tarantino, y no tanto a un error de novato; sobre todo porque esto último implicaría que los aciertos del cineasta de Knoxville a lo largo de su carrera fueron de pura chiripa.


Andréi Tarkovsky reflexionó durante su vida sobre la esencia del cine, y sus conclusiones quedaron reunidas en un libro titulado "Esculpir en el tiempo". El ruso consideró que la unidad básica del cine es el tiempo, y el trabajo del cineasta es fijarlo. Esto, que puede sonar a patochada mística, no lo es tanto.

Pensemos en la fotografía como arte. No se puede rebobinar una fotografía. Dependiendo de cómo estén organizados los elementos dentro de la misma, sólo podemos intuir qué ocurrió antes de ser tomada; y, salvo que venga el fotógrafo y nos lo cuente, nunca sabremos que ocurrió después. La fotografía es estática.

Es una convención aceptada que el montaje (cortar y pegar trozos de película hasta completar una cinta) es el elemento más importante del arte cinematográfico, al ser éste dinámico. Profesores de cine repiten esta cantinela como loros porque, desde los experimentos de Eisenstein, se ha demostrado su eficacia para poder seleccionar sólo los hechos que nos interesa narrar; sin embargo, ninguno de estos autodenominados profesionales termina de dar en la diana como sí hizo Tarkovsky. El montaje es esencial porque, a su vez, manipula el tiempo. Esto nos permite hacer elipsis temporales y espaciales, sean éstas definidas o indefinidas, además de los manidos flashbacks.


Regresando al tema que nos ocupa, ahora explicaré por qué el flashback me parece una herramienta tramposa: es una mala apropiación de un recurso literario, un arte que poco tiene en común con el cine. La gran mayoría de cineastas no han comprendido esto y, como resultado, lo utilizan erróneamente. Creen que ir adelante y atrás en la narración es algo perfectamente válido porque es tan fácil como cortar y pegar trozos de película (con la llegada de las cámaras digitales ya no es necesario esto, pero me vais a permitir el esnobismo), sin percatarse de que hieren de muerte el ritmo de la narración. Noël Burch, teórico de cine estadounidense, comentó allá por 1969 en su imprescindible "Praxis del cine":

"Si hoy el flashback parece tan pasado de moda, tan exterior al cine, es porque al margen de Resnais (...), la función formal del flashback y sus relaciones con las otras funciones temporales no han sido nunca comprendidas... No era más que una comodidad de relato pedida de prestado a la novela."

La mayoría de cineastas no tienen una justificación narrativa para utilizar el flashback como sí la tuvo Resnais; en cambio, hacen lo que Tarantino: lo ven como un parche para poder avanzar con el relato. Y es bien sabido que si un barco se hunde, de poco te sirve una cinta de celo.

sábado, 15 de abril de 2017

La trivialización de las enfermedades mentales

Vivo en una permanente incredulidad. La desventaja de madurar el criterio es que empiezas a ser incapaz de disfrutar de productos que, en otras circunstancias, hubieras gozado sin mucho esfuerzo; éste es el caso de la película que hoy nos ocupa, "Una historia casi divertida". Os explico la broma: se supone que sería divertida si no fuera porque el tema que trata es muy serio. Hablamos de las enfermedades mentales.


El cine, que para nada suele frivolizar con estas cosas, acostumbra a dividir las enfermedades mentales en dos categorías:

1- Aquéllas que convierten al enfermo mental en un monstruo. Tenemos el mejor ejemplo en la reciente película de Shyamalan, "Múltiple", que habla sobre un hombre con más personalidades que dedos en las manos. Dan ganas de reír si no fuera porque el director oriundo de India se toma muy en serio cada tontería que escribe.


2- Aquéllas que son utilizadas para idealizar una relación, casi siempre romántica. Las reconoceréis porque los enfermos suelen ser más guapos que el ser humano medio. "El lado bueno de las cosas", una payasada por la que Jennifer Lawrence se adjudicó un Oscar, es otro buen ejemplo.


¿Dónde está el problema? Que Hollywood ha conseguido que frivolicemos con los trastornos psicológicos, y para lograrlo ha deshumanizado a aquellos que los sufren. Han conseguido que la audiencia vea entrañable el desorden bipolar, que los trastornos delirantes resulten hasta cómicos y que las tendencias suicidas sean sólo una excusa que añada algo de melodrama a un relato. Por supuesto, ni se te ocurra mostrar un suicidio en pantalla, porque el público es demasiado sensible para tolerarlo.

Fotograma de Mommy, película de Xavier Dolan.

Como decía, "Una historia casi divertida" trata precisamente de esto. Un chaval con tendencia a magnificar problemas típicos de la adolescencia se presenta ante un médico pidiendo ayuda. Tiene fantasías suicidas y teme cometer un error irreparable. Los médicos del hospital deciden darle un escarmiento y lo ingresan en el módulo de psiquiatría, donde conviven personas con dramas mucho más graves que los suyos. Con esto, esperan que el chico coja un poco de perspectiva y comience a relativizar sus ansiedades. 

Hasta aquí puede parecer una premisa interesante. Un usuario de YouTube, cuya opinión no pienso volver a tener en cuenta, recomendó la película y decidí darle una oportunidad. No esperaba "Alguien voló sobre el nido del cuco", y el título de la cinta hedía a emotividad en lata de conserva; pero sí tenía la esperanza de que, por una vez, no recurriesen a las frivolidades de siempre. Basta decir que no fue así.

Como la película no parece tomarse en serio a los enfermos mentales, he decidido que yo voy a hacer lo propio con la película, para lo cual he seleccionado una serie de gazapos que nos den para una carcajada o dos.

1- "¡LLAMANDO A LA CASA DE LOS LOCOS!" 

Ésta es la primera frase que le dedica por teléfono su mejor amigo tras enterarse de que ha sido ingresado en un hospital psiquiátrico. Ya sabéis, la clase de amigos que todos querríamos tener ahí para apoyarnos.

2- En el aula de pintura, el chaval está un poco bloqueado. Una chica, con cortes nada disimulados en la cara y las muñecas, que sugieren tendencias autolesivas, le dice: "Venga va, seguro que hay algo en ese cerebro desquiciado tuyo." El chiste se explica solo.

3- La psiquiatra del manicomio, esa actriz con cara de bulldozer llamada Viola Davis, le suelta esto al chico para explicarle que sus ansiedades son un pelín insignificantes: "Hay un refrán que dice: Dios, dame fuerzas para cambiar lo que puedo, valentía para soportar lo que no, y sabiduría para diferenciarlas". Esto nos da a entender que la psiquiatra confía más en bobos refranes de Facebook que en sus conocimientos como doctora. He aquí el problema habitual al que se enfrenta un guionista cuando escribe un personaje con una profesión que desconoce.


4- "Háblame de tus padres". El chico, un poco alucinado por el derroche de sabiduría en el refrán anterior, le pregunta: "¿Eso lo puedo cambiar?". Ella responde: "No, pero soy psiquiatra, en algún momento tengo que preguntarte por tus padres". Además de psiquiatra es comediante en sus ratos libres. 

5- Suena una versión en piano de "Where is my mind", de los Pixies. Si vamos a meter un cliché, pues metamos el más gordo de todos y cubrámonos de gloria.

6- El chico, que ha redescubierto su pasión por la pintura, dice en una de sus sesiones: "Solía pensar que el arte era burgués y decadente". Casi puedo ver al guionista escribiendo esta frase al ritmo de una canción intensa de Radiohead y con el Manifiesto Comunista al lado, que por supuesto no se ha leído.

7- Una amiga del cole que le mola a nuestro protagonista se acerca a visitarlo y le dice: "Te veo más maduro, no como el resto de chicos con sus estúpidos problemas. Tú estas jodido, pero en el buen sentido". Algo así como Kurt Cobain. 

8- La película quiere que te rías de un señor esquizofrénico que habla con las paredes, y no una, sino varias veces. Ahora lo llaman "humor negro".

Como anécdota, yo he estado encerrado en un vagón del metro de Nueva York con un hombre que gritaba incongruencias a los asientos. Os aseguro que lo último en lo que pensáis es en reíros. 

9- En el desenlace, el protagonista y la chica de los cortes se enamoran y salen del hospital libres de ansiedades y listos para disfrutar la vida y enrollarse (sic) en los parques. Esto estaría genial si no fuera porque... ¿cuándo se ha curado ella? Hablamos de una chica con evidentes compulsiones suicidas. ¿La ha curado él con su melodramático encanto grunge? A mí se me hace más fácil deducir que ella sólo era una excusa para que el prota tuviese su epifanía vital (alerta, heteropatriarcado). Hagamos un ejercicio de reflexión y supongamos que, poco después, esta pareja de prepúberes rompe su relación y la chica averigua que lo único que la mantenía distraída del suicidio era su fijación por él. Imaginad qué ocurre inmediatamente después. 

Ay, Dios mío, es MONÍSIMA.

Os voy a dar un pequeño consejo por si alguna vez oís u os da por abusar del adjetivo "psicológico". En un relato psicológico que se tome en serio a sí mismo, el espectador se sumerge en la psicología del personaje incluso a costa de la propia narración; esto es, sus comportamientos, sus debilidades, sus motivaciones y sus conflictos. Una película no es psicológica porque aparezcan enfermos mentales, porque dé pistas falsas con vistas a un final imprevisto o porque manipule emocionalmente. Recordad que para ser engañado no hay que ser necesariamente ingenuo, sino que basta con permitirlo.

martes, 4 de abril de 2017

La épica del fracaso

Vi aún siendo un niño "Luces de la ciudad", la reverenciada película que Charles Chaplin escribió, dirigió, editó y protagonizó. Era demasiado joven para dejarme fascinar por una película muda y en blanco y negro, más aún cuando, tiempo después, "El gran dictador" me emocionó hasta convencerme de que aquél, y no otro, era su pináculo como cineasta. Con los años, otras cintas como "El chico" o "La quimera de oro" no hicieron sino confirmarme este inconsciente prejuicio.

Esta semana me sorprendí al ver cómo dos directores tan eminentes y crípticos (y al tiempo diferentes) como Tarkovsky y Kubrick coincidieron al referenciar "Luces de ciudad" entre sus películas favoritas. Sentí que me estaba perdiendo algo, y que el tiempo había curtido mi criterio lo suficiente como para apreciar esta película ahora; así pues, me senté a verla de nuevo.


Con el mérito añadido de rodar una película muda en tiempos donde la imagen y el sonido ya se sincronizaban (Charlie decidió incluir una descarada burla a esto al comienzo de la cinta), ésta nos narra las desventuras de un vagabundo de buen carácter, interpretado por Chaplin, que conoce en el mismo día a un beodo ricachón y a una florista invidente. Durante los dos primeros tercios de la cinta asistimos al habitual despliegue de gags humorísticos que caracteriza al cine del director oriundo de Londres.

Sin embargo, algo ocurre en el último tercio de película que torna el asunto en algo más serio y humano. La mujer ciega está a punto de ser desahuciada, y Chaplin, que se ha enamorado de ella, se propone lograr el dinero del alquiler antes del alba. Tras perder su trabajo, decide pedir ayuda a su amigo millonario, que gustoso le presta dinero de sobra. De nuevo, una serie de desdichas acaban convergiendo y Chaplin es acusado de robo tras encontrar la policía el dinero obtenido. Él hace uso de su ingenio para escapar y ganar tiempo hasta entregar a la mujer el dinero. La gran mayoría de cineastas hubieran optado por generar suspense alargando esta secuencia para, finalmente, recompensar a la audiencia con un final feliz; Chaplin, en cambio, nos da un desenlace agridulce.

Él consigue que la mujer reciba el dinero, pero es encarcelado poco después. Pasan los años, y ella no sólo ha recuperado la vista gracias a una milagrosa operación, sino que su negocio ha prosperado y ha abierto una floristería; él, recién excarcelado, camina más miserable que nunca por la calle, pues ni el buen ánimo le queda ya. Es entonces cuando, al otro lado del escaparate, se encuentra con el rostro de la joven que una vez ayudó, pero ella no lo reconoce y se burla de él. La mujer decide salir para regalarle una flor y algo de limosna, pero él entra en pánico al avergonzarse de su indigencia y, lo que es peor, de ser reconocido. Ella lo detiene y, al coger su mano, reconoce al hombre que tiene enfrente. Éste se olvida de su desdicha y responde con una sonrisa traviesa y cándida como la de un niño.

Resultado de imagen de luces de ciudad cine final

Y lloramos todos, Kubrick y Tarkovsky incluidos, porque esa sonrisa es la del héroe que, sabiéndose vencedor, no es dueño de la victoria. Tampoco es un mártir ni un idealista, sólo un infeliz que pagó por un crimen que no había cometido para regalar una nueva vida a la mujer que amaba. Los roles ahora son inversos: ella es quien le rescata a él. Y, a pesar de todo, no hay rencor. Su sonrisa desborda felicidad, altruismo y humanidad.

Podría arruinar el final de esta entrada hablándoles de cómo Chaplin y la actriz en cuestión (Virginia Cherrill) no se tragaban el uno al otro; o de la segunda lectura que podría hacerse de la relación entre el fracasado millonario que no puede dejar la bebida y el feliz vagabundo de bombachos rasgados. No voy a hacerlo. Tarkovsky, buen conocedor de las pasiones humanas, seguramente sabía de la honestidad de ese momento final en el que el personaje de Chaplin se lleva la mano a la boca intentando tapar su sonrisa. Qué más da lo demás.

domingo, 12 de marzo de 2017

Trainspotting 2, quién lo iba a decir 

Empecemos por lo que todo el mundo sabe. La película es innecesaria, realizada con el único propósito de pasar la gorra. Danny Boyle hace tiempo que está instalado en la mediocridad, y, salvo Ewan McGregor, el elenco protagonista de la primera Trainspotting ha ido desfilando por productos de dudosa calidad y menor éxito desde entonces. No estamos hablando, pues, de una secuela que se haya demorado por recelos y amor a la cinta original, sino de algo que todos, incluido McGregor, estaban deseando hacer.

Imagen relacionada

Partiendo de aquí, consideremos las aristas más irregulares de la cinta. Ésta tiene una melodía preparada para cada ocasión, y lo que en la película de 1996 era una banda sonora que evocaba con gracia el mundo narrativo del Edimburgo decadente de los 90, aquí se convierte en un interminable videoclip (nota para no iniciados: los videoclips molan, pero están para darle empaque e impulso a la música, nunca al revés). Suspenso.

Hablemos de los encuadres. ¿Recordáis lo novedoso del estilo de Boyle en la cinta original? Bueno, pues hace tiempo que Boyle no sabe qué filma, cómo, ni dónde, y el resultado son unos planos forzados que logran justamente lo contrario de lo que deberían hacer: roban el protagonismo a la emoción que se pretende destilar para dárselo al encuadre. Mención aparte merecen los planos en los que la cámara enfoca directamente a una potente fuente lumínica, obligando al espectador a apartar la mirada por la salud de sus retinas (nota para no iniciados: lo que nunca quieres, bajo ningún concepto, es que el espectador aparte la mirada de la pantalla). Suspenso bajo.

La trama es un caos. Conviven momentos para la nostalgia con cameos forzados, como el de la exnovia de Renton (3 minutos en pantalla), sazonado todo con una subtrama sobre prostíbulos que no va a ningún lado y que sirve al único propósito de juntar a los protagonistas de nuevo. Se sacan de la manga efectistas artimañas (desconozco si procedentes del libro en el que se basa la película o inventadas) para avanzar hasta el clímax, como el robo en el bar protestante o la historia del padre de Frank, del cual, extrañamente, nunca habíamos oído hablar hasta el final de la película (nota para no iniciados: si no quieres que el espectador sospeche que se la estás dando con queso, lo procedente sería tener unos personajes con un trasfondo y unos objetivos bien definidos desde el principio). Suspenso de los que duelen, de dibujar el cero con el compás.

El famoso soliloquio ("elige la vida, elige un empleo...") tiene aquí su versión actualizada, dos punto cero. Lo que falla no es que lo veas venir, que también, sino que difiere del original en su concepto. Mark Renton utilizaba esas palabras al comienzo de Trainspotting para introducirnos en el mundo narrativo de los protagonistas. Su discurso rezumaba sarcasmo, no era una crítica, sino que Mark se estaba burlando de nosotros; es por esto que funcionaba. En esta nueva película, Mark espera hasta el ecuador de la trama para decir no se qué de malgastar la vida en Facebook, novias feas y frivolidades varias durante dos o tres minutos que se hacen eternos. El problema es que dicha perorata se escucha y siente como un sermón, y no es difícil imaginar al guionista en la butaca de al lado susurrándonos todo esto en la oreja (nota para no iniciados: como bien dijo Samuel Goldwyn, "si quieres enviar un mensaje, utiliza el servicio postal").


Y ¿sabéis qué es lo más sorprendente? La película FUNCIONA. No, no bromeo. Con semejante panorama, es casi un milagro; pero aquí estoy, escribiendo unas palabras que me cuesta creer. Puede que haya algo de verdad en el hecho de que la cinta original sea una de las que guardo con más cariño en la memoria, pero no es lo único que rescata del hoyo esta secuela.

En efecto, la película se salva gracias a la nostalgia, sí; el acierto, sin embargo, está en hacer suya esa añoranza en vez de utilizarla como reclamo. Trainspotting 2 sabe que has visto Trainspotting 1, y también sabe que es imposible superar el producto original, por lo que no malgasta esfuerzos en convencerte de lo contrario. La película carece de toda ambición, e incluso se diría que no se toma en serio a sí misma. Tiene, no obstante, algo muy importante a su favor: le basta con presentarte al cuarteto original y dejar que ellos sean los que rememoren aquellos lozanos tiempos pasados. La película puede perfectamente resumirse así:

El elenco: ¿Recuerdas cómo molaba la cinta original?

Tú: Ya ves.

Y esto, querido lector, era todo lo que hacía falta.