domingo, 1 de abril de 2018

El espectador de la butaca de atrás

Elijo los días laborables para acudir al cine con la esperanza de toparme con el menor número de personas en la sala. Qué puedo decir, sufro un extraño síndrome de acopio: mi culo no está satisfecho si no hay una buena cantidad de butacas libres entre las que escoger. Diría Kafka que la tacañería es un síntoma evidente de que se es profundamente desgraciado; yo de momento soy profundamente tacaño.

Cuando me siento, veo desfilar algunas caras anónimas que, como yo antes, van ocupando sus respectivos asientos. No falla: siempre hay alguien que se coloca a mis espaldas, así que quizá sea cosa mía, o más concretamente, de esas feromonas de las que hablaba aquel documental nocturno. O tal vez no se trate de mi atractivo químico, sino que, más al contrario, tengo un gesto tan siniestro que la gente no se fía y prefiere tenerme delante, donde esté bien vigilado. Sea como fuere, no soy un tío suspicaz. Aquí todos somos buenas personas, qué duda cabe. La sala se oscurece y los tráilers van cocinando la película, la cual no empieza cuando ella dice, sino cuando cesa el murmullo del gentío.

Al poco de comenzar, entre los minutos cinco y diez, alguien golpea el respaldo de mi butaca. Decido ignorarlo, pero el pataleo se hace más constante y empiezo a preguntarme si la persona a mis espaldas no estará intentando comunicarse conmigo. Me pongo nervioso, el código morse aún me es desconocido. Acabo por girarme y descubro que no, solamente estaba cambiando la postura. En efecto, las butacas del cine pueden ser traicioneras y no merece la pena aguantar una hora y media en un asiento incómodo. Me quedo más tranquilo.

Más tarde, el ruido del papel de aluminio me acaricia las orejas. Comer en el cine es un placer culpable que no me permito, pues me distrae de la pantalla, pero a otros no se les antoja tan clandestino. Además, un bocadillo o unas palomitas ayudan a digerir un mal planteamiento narrativo, y, entre bocado y bocado, uno se vuelve más indulgente.

La persona que tengo detrás, sin embargo, continúa masticando, abriendo envoltorios y rumiando un poco más. La papilla entre sus dientes empieza a salpicarme los nervios, pero soy comprensivo. Montarse un guateque tropical a oscuras no es mala idea cuando en el menú se cuela una película tan insípida. El improvisado comensal vuelve a patear mi butaca, y pienso que es su manera de darme la razón.


De repente, una tos sobre mi nuca anuncia que algo no va bien. Intento ignorarlo, pero un carraspeo seguido de un estornudo inverso confirman mis sospechas. Escucho otra tos, pero esta vez no es mi compañero de atrás; ésta proviene del otro lateral de la platea. Los asuntos flemáticos empiezan a multiplicarse. Al entrar, no parecía que nadie tuviese problemas gripales, pero han bastado unos minutos de película para que todos hayan caído enfermos. Mi vecino de atrás debía ser portador de un expeditivo virus que corretea ahora por las laringes de todos los espectadores. Y yo ahí con manga corta. Se me ocurre entonces que quizás aquello sea algo más subrepticio, un tema de solidaridad gregaria, ya sabéis, vestigio de tiempos primitivos. En un documental posterior al de las feromonas se hablaba del bostezo como una respuesta espejo de los individuos que nos rodean. A lo mejor hay algo de eso. Yo qué sé.

Es aquí cuando un murmullo me saca de mis divagaciones. La comunicación en la sala abandona la fiereza tribal y surgen palabras articuladas. La evolución de lenguaje ante mis ojos. Gracias a un premonitorio tercer documental, tuve la suerte de incorporar a mi vocabulario una palabra nueva: ecolalia. Es un término médico que describe una patología según la cual el individuo repite la palabra o frase que escucha, a modo de eco. Observo con sana curiosidad cómo los espectadores reproducen este curioso fenómeno cada vez que la película, por medio de algún chiste insulso, corteja la complicidad con su audiencia. Alguna risotada oligofrénica termina de componer el cuadro.

A esas alturas, la película poco importa; el verdadero espectáculo está a mis espaldas. Por ello, decido cambiar de sitio y situarme lejos para disfrutar de aquel coro de respetables (y respetuosos) macacos que, por lo demás, también han pagado su entrada y gozan del mismo derecho que yo a consumir su tiempo en el cine como bien les convenga; y vaya si abusan de ese derecho. Poco a poco, van cogiendo carrerilla y un coro de opiniones se alza en la sala.

A menudo ocurre que los mediocres son al mismo tiempo los más ingeniosos y dicharacheros. Todos están deseando compartir sus simplezas en voz alta, y, sin dejar de mirar a la asilvestrada audiencia, me acuerdo de Kafka otra vez. Él, ahogado en las simas del autodesprecio, creía que nunca tenía nada que decir. Su abundante producción literaria sin publicar demostró lo contrario, pero, ay, qué gran compañero de butaca hubiese sido.

Cuando pienso en la polémica surgida en Cannes por su esnobismo a la hora de ignorar películas no estrenadas en cines, les doy la razón: la experiencia cinematográfica es incomparable, con sus defectos y virtudes; pero no termino de tener claro si éstas compensan aquéllos.