viernes, 26 de mayo de 2017

Lecciones de Guion III: Cómo (no) utilizar al narrador

Continuando con la serie de fascículos didácticos que empecé con aquella entrada sobre la correcta utilización de flashbacks, y por la cual aún no sé por qué no estoy cobrando, hoy os vengo a hablar del narrador. Figura sacada de la literatura, el narrador revela información al espectador no contenida en los diálogos. El problema viene cuando un cineasta con ínfulas de escritor se quiere llevar esta figura al cine: la información habitualmente dada por un narrador ya está contenida en el plano, por lo que, usualmente, el narrador acaba por quedar convertido en un vulgar cuentacuentos. El cine no es literatura, y, por mucho que tenga sus raíces en el teatro, tampoco es dramaturgia. El cine tiene su propio idioma, y el narrador no suele hablarlo bien.

El narrador está plenamente justificado en una obra literaria por razones evidentes; en el teatro, en cambio, suele jugar un rol omnisciente que revela acontecimientos que no suceden sobre las tablas del escenario. El cine, como ya he dicho, solventa lo primero al ser un medio visual, y lo segundo, a través del montaje, que permite elipsis temporales y espaciales; en otras palabras, permite mostrar todo lo que queramos cuando queramos hacerlo. ¿Qué necesidad hay de tener un intermediario que nos cuente lo que ya estamos viendo? Éste es un error en el que suelen incurrir una plétora de cineastas, desde el infame James Cameron hasta el venerado Quentin Tarantino: no justificar la presencia del narrador.

Antes de ver dos ejemplos bien diferenciados de narración personal y narración omnisciente en el cine, definamos cada una. La primera procede de un personaje contenido en la diégesis (mundo narrativo en el que se desarrolla la trama); la segunda, es un testigo más (con frecuencia, el mismo autor) de ésta que no tiene por qué estar contenido en ella. Ésta última es una figura casi inexistente en el cine debido a la naturaleza del medio: en el cine se muestra, no se cuenta.

En Titanic, tenemos a una mujer centenaria contándonos su tórrida historia de amor con un lozano DiCaprio. James Cameron utilizó este recurso para generar una sensación muy lograda de agridulce nostalgia, de pasado arrebatadoramente trágico; pero lo hace a sabiendas (o quizá no) de que la historia de amor entre estos dos prepúberes hubiese sido exactamente la misma sin una narradora contándola. Esa mujer nos relata una historia cuando la suya ya hace tiempo que terminó, aunque se pretenda disimular todo esto con un halo redentor al final de la cinta.


Quentin, por su parte, introdujo con tramposo calzador unas pequeñas frases narradas por él mismo en Los Odiosos Ocho que confundieron a buena parte de la audiencia, incluido yo mismo. ¿Quién es este narrador? ¿Un personaje de la trama o un ente etéreo? Tarantino no sólo no se molesta en buscar una justificación a la aparición de esta figura, sino que no disimula lo que es: un recurso propio de un autor inflado de sí mismo que necesita recordarle a la audiencia que la película es suya.


Con más acierto, aunque no pleno, se ha utilizado la narración en off como parte del discurso interno de algún personaje de la trama, revelando una reflexión a la audiencia. Scorsese es muy aficionado a este tipo de narraciones (Casino, Uno de los nuestros o Gangs of New York son algunos ejemplos). Es una herramienta que se ha popularizado al permitir con mucha facilidad que la audiencia entre en la mente del personaje y empatice con sus motivaciones sin invadir demasiado la narrativa. El problema es que, como toda herramienta, su uso trae ventajas y desventajas. El inconveniente que surge es que, aunque pueda parecer que estamos ante un monólogo interior que empieza y acaba en el personaje, (y, por lo tanto, se justifica a sí mismo) en la práctica el narrador sí tiene un interlocutor: el espectador. Éste se siente como un narratario invocado, como si le estuviesen contando un cuento, quedando así la acción demasiado enmarcada y perdiéndose en el camino la inmersión de la audiencia, que se vuelve más pasiva, en la trama. Dicho de manera más sencilla: mientras que la audiencia se acerca más al personaje, paradójicamente, se distancia de lo que éste le está contando.

Siguiendo con el razonamiento anterior, si la narración proviene de un personaje y tiene como objetivo final a la audiencia, la pregunta que surge es evidente: ¿por qué nos está contando la historia esta persona? Muchas narraciones comienzan así: "Escuchad mi historia". Como espectador, yo ya me he sentado a ver la película, por lo que mi interés es tácito; ¿para qué llamar mi atención entonces? La finalización no es menos redundante: "Esto fue lo que pasó. Ahora ya sabéis un poco más de mí". No necesito explicar lo tonto que es esto.

Nuestro objetivo es conseguir que el narrador sea una figura tan imprescindible que su desaparición conllevare un profundo cambio en nuestra historia. ¿Cómo solventar todos estos percances y justificar con éxito su presencia? La solución es integrar la narración en la trama. Lo veremos con un ejemplo muy ilustrativo: Forrest Gump.


Durante las primeras dos horas de película asistimos al relato de Forrest como simples testigos, pues los verdaderos oyentes son las diferentes personas que le escuchan en la parada del autobús. Con esto ya hemos solventado un importante escollo: el espectador no se distancia de la historia; todo lo contrario, la observa desde la seguridad que da el saberse testigo fantasma. Más tarde, Forrest recuerda que Jenny le había enviado la dirección de su domicilio, el cual está buscando, y la anciana que en ese momento le escucha le orienta en la dirección adecuada. Con esto, el guionista da a Forrest un nuevo objetivo gracias a su relato, y su historia continúa ahora en tiempo presente. Simplemente brillante.

Otro buen ejemplo podemos encontrarlo en Cadena Perpetua. El guionista decide justificar la narración del personaje de Morgan Freeman al provocar ésta una decisión moral en el protagonista: no abandonar la vida como su amigo el bibliotecario e ir en busca de Andy, quien durante su estancia en la cárcel le enseñó a mantener la esperanza. El guionista, por lo tanto, consigue que la narración cause un impacto dramático en el presente del personaje.


En épocas de hogaño, los casos en los que el narrador no alcanza todo su potencial son mayoría, pero existen un puñado de películas donde, como en los dos ejemplos anteriores, se logra implementar bien su figura: Sospechosos habituales, Harakiri, Cinema Paradiso, American Beauty (caso particular al ser un narrador omnisciente y a la vez diegético, siendo esto posible por estar muerto el protagonista), Ciudadano Kane, El Gran Gatsby, Hiroshima Mon Amour (película en la que además se concibe y populariza el flashback), etc.

Algún lector podrá pensar que estas pautas que describo aquí son sólo una manera de hacer sangre en detalles nimios, pero lo cierto es que un buen cineasta debe siempre plantearse las consecuencias de utilizar o no una herramienta.

Edito: No he hablado del género que ha hecho de la voz en off uno de sus elementos más característicos: el cine noir. Es difícil pensar en él sin recurrir a este truco, pero ¿invalida eso las conclusiones de esta entrada? Cuando pienso en un tío taciturno que me cuenta su vida entre nubes de humo de tabaco, no puedo evitar pensar que ha llovido mucho desde entonces. La utilización hoy de elementos del cine noir ha quedado arrinconada en parodia u homenaje de un cine clásico aún en pañales, y no creo que esto sea por casualidad.

sábado, 13 de mayo de 2017

Lecciones de Guion II: Las expectativas

Desde hace algunos meses disfruto una suscripción en Netflix. El catálogo es amplio, aunque se deba bucear a altas profundidades para encontrar películas que merezcan la pena. Ayer me topé con una sugerencia entre mis recomendaciones, "De óxido y hueso", película francesa de 2012 relativamente bien valorada por público y crítica. Nunca sabes qué esperar de nuestros vecinos transpirenaicos, así que le dediqué a la cinta las dos horas de su metraje. Al terminar, entre todas sus virtudes, se coló un pensamiento en mi cabeza: Éste no es el final que se merece esta historia. ¿Cómo puede ser que yo, simple espectador, me crea con derecho a decidir cómo debe acabar una película?


La historia gira en torno a dos personajes: Ali, padre joven y desempleado que pide asilo en casa de su hermana, y Stéphanie, domadora de orcas que, durante un espectáculo, sufre un accidente y pierde las piernas. Antes de seguir, dejadme que os hable de un elemento muy importante para la caracterización de personajes: debilidades. Los protagonistas de la historia que vayamos a contar no pueden ni deben ser perfectos, pues corremos el riesgo de que sean totalmente blancos, caricaturas de bondad y contumacia, y, por ende, el espectador pierda interés en ellos (tenéis un buen ejemplo de esta clase de héroe plano en la última película de Mel Gibson, "Hasta el último hombre"). John Truby, en su "Anatomía del guion", distingue dos categorías de debilidades que a menudo se confunden entre sí: psicológicas y morales. Las primeras son barreras internas que impiden que el personajes desarrolle todo su potencial; las segundas son una manifestación de dichas barreras que afectan a los individuos a su alrededor. Dicho de otro modo, las barreras psicológicas responden al carácter del personaje, y las morales, a la huella de ese carácter. La importancia de estas debilidades reside en que generan una necesidad en el personaje: la necesidad de cambiar, evolucionar. El espectador identifica esta necesidad instintivamente, y es entonces cuando nace el motor de toda buena historia: la empatía entre personaje y audiencia.

Volviendo a la historia que nos ocupa, determinemos ahora las debilidades de Ali y Stéphanie:

1. Ali.

Debilidad psicológica: es un irresponsable. No tiene rumbo en la vida.
Debilidad moral: es incapaz de hacerse cargo de su hijo ni de corresponder la amabilidad de su hermana cuando ella le acoge en su casa.


2. Stéphanie.

Debilidad psicológica: al perder las piernas, cae en depresión.
Debilidad moral: se aísla en su casa y rehuye a sus familiares y amigos. No está preparada para enfrentarse de nuevo al mundo.


Ahora vemos mucho más claras las necesidades de uno y otro personaje. Ali debe aprender a madurar y tomar el control de su vida; Stéphanie debe recuperar la confianza en sí misma que tenía antes del accidente. El espectador ahora tiene un rumbo, una expectativa que guiará la historia. Sin embargo, el guion de esta cinta no parece estar por la labor de satisfacer estas expectativas.

Hasta ahora, he dado unas pautas convencionales sobre las que usualmente se apoyan las buenas narraciones. No obstante, debo prevenir al lector para que no cometa la imprudencia de saltárselas a la torera con la ingenua pretensión de deconstruir o reinventar. Las convenciones están ahí por una razón, y, como autores, es nuestro deber comprenderlas y decidir si nos sirven o no; es decir, construir sobre ellas, no demolerlas.

La trama avanza y estos dos personajes se encuentran. Poco a poco, ella recupera su autoestima gracias a la vitalidad de Ali, y él a su vez aprende a hacerse cargo de alguien (aunque este alguien sea una completa desconocida y no su hijo, pero menos da una piedra). Es a partir de aquí cuando la historia se viene abajo.

A mitad de película, Stéphanie recibe unas piernas biónicas que le devuelven la facultad de caminar. Con su renovada autoestima, vuelve a relacionarse y reúne el coraje para visitar el parque acuático donde trabajaba y charlar con sus antiguos compañeros. Repito: todo esto ocurre a mitad de la película. El arco argumental del personaje ha terminado porque Stéphanie ha conseguido superar sus debilidades. ¿Qué más queda por contar? Ésta fue la pregunta que yo me hacía durante la hora restante de metraje, convencido de haberme perdido algo.

El resto de la película deriva en, lo habréis adivinado, una romance forzado, con tonito adolescente incluido, entre los personajes. Éste es un fallo de narrador novato. Los deseos de nuestros protagonistas pueden (y deben) cambiar durante la trama, pero siempre con el objetivo puesto en satisfacer la necesidad que habíamos predefinido para ellos. Una vez satisfecha ésta, nuestra historia termina. No les podemos otorgar nuevas necesidades y deseos porque entonces estaríamos comenzando una historia nueva. Si desde un principio el objetivo del autor era que una persona con tímidas carencias afectivas viviese una historia de amor, ¿para qué hacerle perder las piernas tan cruelmente al poco de comenzar la película? Si le vas a quitar las extremidades inferiores a tu protagonista, asegúrate de que tu final responda a tan dramático evento.


Con Ali ocurre lo opuesto. Su arco argumental directamente no acaba porque Ali termina la película siendo casi peor padre que cuando la empieza. No es erróneo que un personaje no consiga superar sus debilidades, pero el autor debe dar una razón coherente con la trama. En "De óxido y hueso" esto no ocurre: Ali es un caso perdido, un niño grande con una cabecita muy loca. Fin.

Luis Martínez, en su crítica de la película para el diario El Mundo, dijo con un lenguaje bastante más engolado que el mío: "Lástima, (...), que Audiard no se atreva a la tentación del precipicio y prefiera antes la seguridad de un desenlace demasiado extraño, cómodo, quizá torpe". El crítico intuía que algo no funcionaba bien en la película, aunque no supiera decir el qué.

El poso que queda en el espectador es el de haber gastado dos horas y no haber sacado nada en claro; pero de todo se puede aprender, así que aquí va un consejo para el lector que quiera mejorar su técnica narrativa:

Si presentas una expectativa, asegúrate de que el desenlace de la historia esté a la altura de la misma; de lo contrario, esa historia no merece ser contada.