martes, 4 de abril de 2017

La épica del fracaso

Vi aún siendo un niño "Luces de la ciudad", la reverenciada película que Charles Chaplin escribió, dirigió, editó y protagonizó. Era demasiado joven para dejarme fascinar por una película muda y en blanco y negro, más aún cuando, tiempo después, "El gran dictador" me emocionó hasta convencerme de que aquél, y no otro, era su pináculo como cineasta. Con los años, otras cintas como "El chico" o "La quimera de oro" no hicieron sino confirmarme este inconsciente prejuicio.

Esta semana me sorprendí al ver cómo dos directores tan eminentes y crípticos (y al tiempo diferentes) como Tarkovsky y Kubrick coincidieron al referenciar "Luces de ciudad" entre sus películas favoritas. Sentí que me estaba perdiendo algo, y que el tiempo había curtido mi criterio lo suficiente como para apreciar esta película ahora; así pues, me senté a verla de nuevo.


Con el mérito añadido de rodar una película muda en tiempos donde la imagen y el sonido ya se sincronizaban (Charlie decidió incluir una descarada burla a esto al comienzo de la cinta), ésta nos narra las desventuras de un vagabundo de buen carácter, interpretado por Chaplin, que conoce en el mismo día a un beodo ricachón y a una florista invidente. Durante los dos primeros tercios de la cinta asistimos al habitual despliegue de gags humorísticos que caracteriza al cine del director oriundo de Londres.

Sin embargo, algo ocurre en el último tercio de película que torna el asunto en algo más serio y humano. La mujer ciega está a punto de ser desahuciada, y Chaplin, que se ha enamorado de ella, se propone lograr el dinero del alquiler antes del alba. Tras perder su trabajo, decide pedir ayuda a su amigo millonario, que gustoso le presta dinero de sobra. De nuevo, una serie de desdichas acaban convergiendo y Chaplin es acusado de robo tras encontrar la policía el dinero obtenido. Él hace uso de su ingenio para escapar y ganar tiempo hasta entregar a la mujer el dinero. La gran mayoría de cineastas hubieran optado por generar suspense alargando esta secuencia para, finalmente, recompensar a la audiencia con un final feliz; Chaplin, en cambio, nos da un desenlace agridulce.

Él consigue que la mujer reciba el dinero, pero es encarcelado poco después. Pasan los años, y ella no sólo ha recuperado la vista gracias a una milagrosa operación, sino que su negocio ha prosperado y ha abierto una floristería; él, recién excarcelado, camina más miserable que nunca por la calle, pues ni el buen ánimo le queda ya. Es entonces cuando, al otro lado del escaparate, se encuentra con el rostro de la joven que una vez ayudó, pero ella no lo reconoce y se burla de él. La mujer decide salir para regalarle una flor y algo de limosna, pero él entra en pánico al avergonzarse de su indigencia y, lo que es peor, de ser reconocido. Ella lo detiene y, al coger su mano, reconoce al hombre que tiene enfrente. Éste se olvida de su desdicha y responde con una sonrisa traviesa y cándida como la de un niño.

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Y lloramos todos, Kubrick y Tarkovsky incluidos, porque esa sonrisa es la del héroe que, sabiéndose vencedor, no es dueño de la victoria. Tampoco es un mártir ni un idealista, sólo un infeliz que pagó por un crimen que no había cometido para regalar una nueva vida a la mujer que amaba. Los roles ahora son inversos: ella es quien le rescata a él. Y, a pesar de todo, no hay rencor. Su sonrisa desborda felicidad, altruismo y humanidad.

Podría arruinar el final de esta entrada hablándoles de cómo Chaplin y la actriz en cuestión (Virginia Cherrill) no se tragaban el uno al otro; o de la segunda lectura que podría hacerse de la relación entre el fracasado millonario que no puede dejar la bebida y el feliz vagabundo de bombachos rasgados. No voy a hacerlo. Tarkovsky, buen conocedor de las pasiones humanas, seguramente sabía de la honestidad de ese momento final en el que el personaje de Chaplin se lleva la mano a la boca intentando tapar su sonrisa. Qué más da lo demás.

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