Hoy he visto Dunkerque. Mis conocidos y lectores habituales sabrán de la displicencia que suscita en mí cada nueva película de Christopher Nolan; y es que antes incluso de haber pisado el cine ya noto ese regusto amargo en la boca, ese sabor a plato precocinado. Qué puedo decir, recelo de los mesías; sobre todo cuando ellos mismos acaban por creerse ese papel adjudicado por unos evangelistas que tienen más voluntad de idólatras que de admiradores. Ellos son legión, qué duda cabe. En el otro bando, algunos permanecemos irreductibles, mientras otros acaban por creerse esa etiqueta de snob insufrible que nos colocan en el ceño cuando lo fruncimos al escuchar su nombre.
Con Dunkerque, la apuesta era tan arriesgada como ambiciosa, y el resultado, en mi opinión, muy tosco. Por un lado, la factura técnica es una maravilla, como es habitual en el cine de Nolan; por otro, la narrativa es un caos, como tristemente también es norma en él. El río puede que no sea el mismo, pero vaya cómo se le parece. Aun así, los seguidores de la faceta más efectista y ñoña del director oriundo de Westminster no van a tolerar bien el tono severo de la cinta, y los que lo hagan será por puro fervor religioso hacia el cineasta.
Una crítica impresionista sería muy indulgente con la película que nos ocupa; en cambio, me centraré en las costuras de la narración. No entraré en detalles de la trama, por lo que podéis leer sin miedo, aunque es preferible que hayáis visto antes la cinta para poder entender mejor lo que viene a continuación.
Nolan es muy aficionado a jugar con la estructura temporal en sus películas. En Dunkerque, se ha hablado y elogiado mucho la elección de tres líneas temporales con sus respectivas densidades: en tierra, la acción se prolonga durante una semana; en mar, durante un día; y en aire, durante una hora. Lo que podría ser una idea interesante termina por destrozar el relato conforme todas van convergiendo. Las líneas temporales más cortas deben avanzar más lentamente para permitir que el resto las alcancen, y éstas a su vez deben avanzar a un ritmo mayor. Las largas disgresiones aéreas y marítimas en las que poco o nada ocurre son utilizadas tramposamente para permitir que la acción en tierra coja oxígeno. Como resultado, la narración termina por fragmentarse, no es orgánica.
También se ha comentado mucho el tufo a película coral que sobrevuela la narración. En el cine de Kubrick, autor con el que tanto se le compara a Nolan sin que éste tenga mucho interés en remediarlo, los personajes no eran sino herramientas subordinadas a un esquema mayor. Sin embargo, a Nolan no le sale bien la jugada porque los personajes están tan pobremente escritos que son indistinguibles unos de otros, y rápidamente se pierde el interés en ellos.
Para explicar lo anterior, hagamos un ejercicio de memoria y rescatemos tres grandes películas de género bélico. En Apocalypse Now, los personajes hacían un viaje introspectivo hasta las simas de la locura, de las cuales ya no escapaban; en Salvar al soldado Ryan, los hombres del capitán John Miller van confrontando sus distintos puntos de vista en una misión tan estratégicamente irrelevante como humanitaria; por último, en La chaqueta metálica, el soldado Bufón pasa de ser un recluta con inquietudes filantrópicas a ver el lado compasivo de rematar a bocajarro una moribunda. Lo que tienen en común todos estos relatos es que hay un arco en cada personaje. Éstos son puestos a prueba, se adaptan y evolucionan; no así en Dunkerque, donde los personajes finalizan la película tal cual la comienzan (salvo alguna honrosa excepción, como el hijo del marinero). A Nolan no le interesa contarnos quiénes son estos infelices que sólo tienen en común la eterna espera hacia el exterminio. Alguien dice en la película que sobrevivir a la guerra es recompensa más que suficiente, pero lo cierto es que ése es un objetivo bastante pobre para sostener un relato que podía haber dado mucho más de sí.
Por último, me gustaría comentar una decisión muy sorprendente para un autor que, a lo largo de su filmografía, se ha caracterizado por apoyarse con vicio en los diálogos a la hora de explicar aquello que no sabe narrar con imágenes: los personajes se miran, gritan, gruñen y corren; pero sólo abren la boca para hablar cuando es absolutamente necesario. Escuché este detalle antes de ver la película y tenía mucha curiosidad por ver qué tal se la daba a Nolan trabajar con el silencio. No hay sorpresa: se le da muy mal. Es cierto, apenas hay diálogos; pero si cuentas con un machaca-teclas como Hans Zimmer, no puedes evitar rellenar esos espacios con música atronadora, tic-tacs y violines aullando tensión en su cuerda más fina. En cuanto a la calidad de la escritura, los escasos diálogos son tan expositivos como siempre (salvo, de nuevo, un momento puntual entre el marinero y el hijo, los personajes más interesantes de lejos), y Nolan se permite dejarnos bochornosas perlas darwinianas como ésta:
-¡Se trata de sobrevivir!
-Pero no es justo.
-¡La supervivencia es injusta!
Ahí queda eso. |
El ejército alemán es una presencia fantasmal que nunca llegamos a ver en la película; y, curiosamente, Christopher Nolan también tiene su propio adversario invisible. Él sabe que sólo compite contra sí mismo, que en tiempos de hogaño no hay nadie a su nivel taquillero; y se jacta de ello sin ningún pudor. El problema es que, a pesar de lo que él crea, eso no tiene por qué ser bueno cuando tú solito te bastas para boicotearte.