domingo, 1 de abril de 2018

El espectador de la butaca de atrás

Elijo los días laborables para acudir al cine con la esperanza de toparme con el menor número de personas en la sala. Qué puedo decir, sufro un extraño síndrome de acopio: mi culo no está satisfecho si no hay una buena cantidad de butacas libres entre las que escoger. Diría Kafka que la tacañería es un síntoma evidente de que se es profundamente desgraciado; yo de momento soy profundamente tacaño.

Cuando me siento, veo desfilar algunas caras anónimas que, como yo antes, van ocupando sus respectivos asientos. No falla: siempre hay alguien que se coloca a mis espaldas, así que quizá sea cosa mía, o más concretamente, de esas feromonas de las que hablaba aquel documental nocturno. O tal vez no se trate de mi atractivo químico, sino que, más al contrario, tengo un gesto tan siniestro que la gente no se fía y prefiere tenerme delante, donde esté bien vigilado. Sea como fuere, no soy un tío suspicaz. Aquí todos somos buenas personas, qué duda cabe. La sala se oscurece y los tráilers van cocinando la película, la cual no empieza cuando ella dice, sino cuando cesa el murmullo del gentío.

Al poco de comenzar, entre los minutos cinco y diez, alguien golpea el respaldo de mi butaca. Decido ignorarlo, pero el pataleo se hace más constante y empiezo a preguntarme si la persona a mis espaldas no estará intentando comunicarse conmigo. Me pongo nervioso, el código morse aún me es desconocido. Acabo por girarme y descubro que no, solamente estaba cambiando la postura. En efecto, las butacas del cine pueden ser traicioneras y no merece la pena aguantar una hora y media en un asiento incómodo. Me quedo más tranquilo.

Más tarde, el ruido del papel de aluminio me acaricia las orejas. Comer en el cine es un placer culpable que no me permito, pues me distrae de la pantalla, pero a otros no se les antoja tan clandestino. Además, un bocadillo o unas palomitas ayudan a digerir un mal planteamiento narrativo, y, entre bocado y bocado, uno se vuelve más indulgente.

La persona que tengo detrás, sin embargo, continúa masticando, abriendo envoltorios y rumiando un poco más. La papilla entre sus dientes empieza a salpicarme los nervios, pero soy comprensivo. Montarse un guateque tropical a oscuras no es mala idea cuando en el menú se cuela una película tan insípida. El improvisado comensal vuelve a patear mi butaca, y pienso que es su manera de darme la razón.


De repente, una tos sobre mi nuca anuncia que algo no va bien. Intento ignorarlo, pero un carraspeo seguido de un estornudo inverso confirman mis sospechas. Escucho otra tos, pero esta vez no es mi compañero de atrás; ésta proviene del otro lateral de la platea. Los asuntos flemáticos empiezan a multiplicarse. Al entrar, no parecía que nadie tuviese problemas gripales, pero han bastado unos minutos de película para que todos hayan caído enfermos. Mi vecino de atrás debía ser portador de un expeditivo virus que corretea ahora por las laringes de todos los espectadores. Y yo ahí con manga corta. Se me ocurre entonces que quizás aquello sea algo más subrepticio, un tema de solidaridad gregaria, ya sabéis, vestigio de tiempos primitivos. En un documental posterior al de las feromonas se hablaba del bostezo como una respuesta espejo de los individuos que nos rodean. A lo mejor hay algo de eso. Yo qué sé.

Es aquí cuando un murmullo me saca de mis divagaciones. La comunicación en la sala abandona la fiereza tribal y surgen palabras articuladas. La evolución de lenguaje ante mis ojos. Gracias a un premonitorio tercer documental, tuve la suerte de incorporar a mi vocabulario una palabra nueva: ecolalia. Es un término médico que describe una patología según la cual el individuo repite la palabra o frase que escucha, a modo de eco. Observo con sana curiosidad cómo los espectadores reproducen este curioso fenómeno cada vez que la película, por medio de algún chiste insulso, corteja la complicidad con su audiencia. Alguna risotada oligofrénica termina de componer el cuadro.

A esas alturas, la película poco importa; el verdadero espectáculo está a mis espaldas. Por ello, decido cambiar de sitio y situarme lejos para disfrutar de aquel coro de respetables (y respetuosos) macacos que, por lo demás, también han pagado su entrada y gozan del mismo derecho que yo a consumir su tiempo en el cine como bien les convenga; y vaya si abusan de ese derecho. Poco a poco, van cogiendo carrerilla y un coro de opiniones se alza en la sala.

A menudo ocurre que los mediocres son al mismo tiempo los más ingeniosos y dicharacheros. Todos están deseando compartir sus simplezas en voz alta, y, sin dejar de mirar a la asilvestrada audiencia, me acuerdo de Kafka otra vez. Él, ahogado en las simas del autodesprecio, creía que nunca tenía nada que decir. Su abundante producción literaria sin publicar demostró lo contrario, pero, ay, qué gran compañero de butaca hubiese sido.

Cuando pienso en la polémica surgida en Cannes por su esnobismo a la hora de ignorar películas no estrenadas en cines, les doy la razón: la experiencia cinematográfica es incomparable, con sus defectos y virtudes; pero no termino de tener claro si éstas compensan aquéllos.

sábado, 27 de enero de 2018

Watchmen, Zack Snyder y... Marshall McLuhan (II)

Cinco meses lleva la primera entrada que dediqué a Watchmen en suspensión indefinida, suplicando un remate que no llega. La intuición, aquello que quería decir, estaba ahí, pero las palabras se me escurrían de los dedos. Ayer, mientras revisaba material de texto, me encontré con un aforismo que, si bien no me era desconocido, puso en mi boca aquello que no encontraba: "el medio es el mensaje". El autor fue un pensador canadiense llamado Marshall McLuhan, un visionario que, como tantos otros, recibió palos hasta en los empastes por el horrible crimen de adelantarse a su tiempo.

Tradicionalmente se ha establecido una dicotomía entre medio y mensaje, forma y contenido, significante y significado. McLuhan se atrevió a cuestionar este divorcio, aunque le traicionó un estilo excesivamente metafórico que coqueteaba con el oscurantismo y supeditaba el análisis a la insinuación.  


La primera entrada que escribí sobre Watchmen giraba en torno a la incuestionable influencia de Nietzsche en su guionista, Alan Moore; para la segunda, me propuse demostrar cómo la película no es fiel al pensamiento que había concebido el cómic, pero un nuevo vistazo a la cinta de Zack Snyder bastó para dejarme sin argumentos: era un calco descarado. Desde entonces, he leído a muchos juntaletras magnificar las nimias diferencias entre el cómic y su versión cinematográfica, y en Youtube circulan decenas de vídeos que pontifican sobre las imperdonables traiciones al espíritu de la obra de Moore; pero, en mi honesta opinión, una y otra son casi indistinguibles de la viñeta al plano. Sí, hay un par de cambios aquí y allá, pero casi todo en pro de su acondicionamiento para la gran pantalla.

Watchmen fue concebido como cómic (sigo pensando que "novela gráfica" no es más que un eufemismo para acomplejados), y la interpretación nietzscheana del mismo sólo se sostiene en ese medio. Cuando el profesor Milton Glass escribe aquello de "Dios existe y es americano", me siento vagamente inquietado; cuando su homólogo lo suelta en la película, se respira cierto tufo a autoparodia. Cuando el Dr. Manhattan habla en presente de un suceso pasado y describe el futuro como un déjà vu, corro a invocar el eterno retorno de Nietzsche; cuando, y sólo porque así le conviene al guionista de la película, un bicho azul me cuenta su vida al tintineo de la música de Koyaanisqatsi, me parece comedia involuntaria. Las ideas están ahí, pero adulteradas, y la película no consigue evocar lo que el cómic hizo tan bien. Al igual que un alumno poco espabilado, Zack Snyder y su equipo copiaron el examen del compañero a trompicones y con la carga de tinta del bolígrafo medio seca.


Retomando a McLuhan, el medio no sólo contiene el mensaje, sino que le da forma, de la misma manera que el agua adopta la hechura del recipiente. Él lo supo mucho antes de la publicación del celebrado cómic, y Alan Moore no ha hecho sino darle la razón siempre que le han preguntado: cómic y cine utilizan códigos distintos. Watchmen no necesitaba una adaptación, sino una reescritura a partir de las ideas que lo concibieron; pero nadie se tomó la molestia de hacer este trabajo, ya fuese por aprensión o incapacidad. Como prefiero tomar a Zack Snyder por inepto antes que por mezquino, me figuro que no conocía el aforismo de McLuhan; de lo contrario, no habría rodado semejante caricatura. 

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Querido aficionado al cine de superhéroes

Con el último estreno de La Liga de la Justicia, he podido corroborar lo que hacía tiempo venía sospechando: eres mucho más entretenido que el cine que tanto te gusta. De verdad, te animo a que hagas la prueba y verás que no miento. Entra a un cine y mira a tu alrededor: público tan variado no se ha visto en ningún otro nicho. Treintañeros y críos de primaria, juntos y revueltos, comiendo palomitas como si llevasen días en ayunas, riendo con los mismos chistes insulsos, fascinados por el despliegue de ruidos y fuegos artificiales ante sus ojos. El de superhéroes es un género transversal que no entiende de edades, sexos, estrato social o intelecto.

Honestamente, pensaba que no llegaría a ver algo así. Cuando yo era un crío y mis padres me llevaban al estreno de Star Wars o Spiderman, yo salía alucinado; pero comprobaba con desilusión que ellos no. Con el tiempo, los chavales de mi generación (algunos incluso mayores) han envejecido, se han convertido en padres y ahora son el consumidor más codiciado por las productoras. Y allí donde hay un billete de más, Hollywood no pierde el tiempo.

Si no te reconoces en esta foto, amigo mío, sigue leyendo que tengo algo que decirte. 

Sin embargo, aún no te he explicado por qué eres tan entretenido. Resulta que cuando sube el rótulo de créditos y se encienden las luces en la sala, la película no sólo no ha terminado, sino que está a punto de comenzar. Las redes sociales arden, las webs de puntuación se colapsan, los blogs se llenan de juntaletras y tú, querido espectador, te ves indefectiblemente arrastrado por ese vendaval. No te culpo. Hay muchos complejos hirviendo dentro de la olla; y es muy terapéutico ventilar toda esa ignorancia y mala leche en compartir ésta o aquella noticia e insultar a todo aquél que guste de lo que tú no gustas y vicerversa. De nada sirve que el ya retirado Alan Moore, a quien respeto más como guionista que como personaje, haya repetido una y otra vez que cómic y cine son lenguajes distintos, inmiscibles. Tú aún sigues esperando esa gran película de superhéroes que te llene tanto como las páginas en las que se inspira y, por supuesto, nos calle la boca al resto.

Con esta ingenua ilusión, no te das cuenta de que has conseguido hacer de ti mismo una mejor película que la estrenada en pantalla; y lo que tiene más mérito: lo has hecho convirtiendo en trascendente, como si de una causa personal se tratase, una película que es netamente intrascendente. Cuando te miro, pienso en ese culpable espectador de Telecinco al que tanto desprecias. Siento que tengas que enterarte así, pero la verdad es que sois mucho más parecidos de lo que tú crees.


Cuidado ahora, no te asustes. Puedo adivinar lo que estás pensando, aunque todavía tienes que armarte de argumentos y valor para hacerlo: quieres ir a la sección de comentarios y responder con un sarcasmo que, por cierto, te queda muy grande. Te tiembla el pulso y sabes, muy en el fondo, que todo lo que estoy diciendo no es más que vaga pedantería. Quieres convencerme de que soy un hipócrita cuya diatriba es semejante a la tuya en las redes sociales; pero, de verdad, espero que me creas cuando te digo que lo mío no es la rabia canina que tú transpiras. Sólo elijo tomarme estas cosas con humor, reírme contigo y no de ti, aunque tú no te rías en absoluto.

Te prometo que he intentado ser paciente y comprensivo. Soy el primero en admitir que el cine, desde Mèliés, nació antes como entretenimiento que como arte, y las tradiciones hay que respetarlas. ¡Es una pura distracción, no hay que tomárselo tan en serio!; pero tú no puedes evitarlo. Imagino que los 80 debió ser algo parecido a estos tiempos de hogaño: fans de Van Damme y Steven Seagal amenazando con practicarse artes marciales entre ellos, a falta de redes sociales. "Espectáculo y negocio", que diría algún cínico soplapollas. La cuestión es que el espectáculo ni siquiera lo tienen que poner ya las productoras. Espectáculo... eres tú. 

Y ¿por qué, mientras yo me divierto con estos tontos juegos de palabras, me invade un relente agridulce? ¿Por qué me da la sensación de que ya no basta con hacer pedagogía cuando te dejen y claudicar más tarde entre risas? Hace un tiempo, Peter Greenaway dijo que el cine había muerto. Nunca tomé muy en serio a este sofisticado ególatra, pero empiezo a ver algo de verdad en sus palabras. El cine como espectáculo y evento social ha fracasado en su intento de renovación, está agonizando con apenas un siglo de vida y lo estamos rematando nosotros. Los que creen que el medio empieza y acaba en los blockbuster estivales, que El Caballero Oscuro es la mejor película nunca hecha y que Wonderwoman es una verdadera proclama feminista son los que empujan el puñal; pero los que nos tomamos todo esto a chanza porque no sabemos, no queremos o no podemos hacer nada al respecto somos cómplices de mirar impasibles el crimen desde nuestra torre de marfil. Para cuando se nos ocurra bajar, nos van a quedar pocas ganas de reírnos.

Hace un par de semanas dije que Hollywood no era ninguna democracia. Mentí. El cine se ha democratizado mucho y es un magnífico reflejo de los votantes; es decir, los que pagáis entrada.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Hollywood está muerto

Harvey Weinstein, padrino de facto para tantos cineastas como Tarantino, Kevin Smith y Ben Affleck, entre otros, ha caído en desgracia. O le han tirado, pero el resultado es el mismo y se está convirtiendo en una triste moda: ha sido defenestrado por prensa e industria un tío con las manos muy largas que abusaba de su influencia para meterlas donde no debe.

La vorágine de acontecimientos no se ha hecho esperar. Ensayados reproches por parte de algunas actrices, testimonios por parte de otras; y algunas que, como Emma Thompson, tienen la valentía de admitir que esto es así, siempre ha sido así y, a estas alturas, quien finge sorpresa no es más que parte de la conspiración del silencio. A todos se nos dibuja en la mente la cara de Meryl Streep, gran amiga de Weinstein, la misma que se vino arriba con el discurso feminista de Patricia Arquette en los Oscars de hace un par de años.


Suspicacias aparte, no he venido a juzgar a gente de la que poco o nada sé. De eso ya se han encargado los que tienen una reputación y una nómina que mantener; y, como por suerte o por desgracia, yo no tengo lo uno ni lo otro, me voy a permitir una reflexión que creo no haber escuchado todavía.

Desde que saltó el "escándalo", he leído diversas opiniones por aquí y por allá, pero hubo una que me dejó estupefacto por el cinismo que rezumaba. La que habla es Sophie Mathisen, una don nadie igual que yo, para el The Guardian:

"La industria del entretenimiento, construida sobre los sueños de gente joven e ingenua, tiene un gran peso en los beneficios de un sistema regido por una élite rica, masculina y blanca. Las mujeres, debido a su poca presencia en puestos de decisión, representan poco más que accesorios de dicha élite que maneja los hilos." 

Ésta no es una opinión aislada. La autora se permite incluso citar el lema de la segunda ola del feminismo, "lo personal es político". Si aún estáis despistados, no hay problema, os traduzco todo esto:

"Al igual que en los años 60 un valiente colectivo feminista defendió que las mujeres debían ocupar puestos de relevancia política para que sus circunstancias y conflictos se vieran bien representados, yo hoy invoco ese mismo razonamiento. Sí, vale, Hollywood está podrido hasta la base del pastel; pero el problema aquí es que las mujeres no tienen su porción".

Lo anterior es de mi cosecha, por si hay alguna duda. No encendáis las antorchas todavía, no estoy cuestionando los avances que desde entonces se han logrado en paridad de género, sino que apunto a la raíz del problema: el sistema sigue siendo igual de clasista y despiadado. El símil con Hollywood está muy bien escogido por Sophie, pero no creo que ella entienda por qué.

Por supuesto, Hollywood no es ninguna democracia; sólo es un mastodóntico conglomerado de multinacionales en declive tratando se salvar sus finanzas año tras año. Los señores (y alguna que otra señora, como Kathleen Kennedey) al volante de este tinglado son tiburones empresariales más preocupados por meter la mano en las carteras de los espectadores que por ofrecerles un buen producto. Ellos hace tiempo que resolvieron esa espuria dicotomía entre hacer pensar o entretener, para decantarse por la versión más bochornosa de la segunda; todo esto, por supuesto, en un viciado ambiente en el que escalar significa obliterar a quien tienes al lado. Hasta Sam Scribner admitió que los productores en Hollywood ni siquiera se leen los guiones porque, menuda sorpresa, ¡tienen profesionales contratados para eso! Dominar o ser dominado. ¿De verdad es necesario explicar por qué la gente como Harvey Weinstein llega tan lejos en un entorno tan implacable?


Más allá de la indudable lectura machista de los últimos acontecimientos, creo que éstos son un síntoma de lo que verdaderamente es Hollywood. No necesito conocer testimonios de primera mano para formarme esta idea; basta con echar un vistazo a la cartelera. Cuando pedís más feminismo, Hollywood os da su versión más deslavazada con "Star Wars" y "Wonderwoman"; cuando pedís más diversidad racial, os cuela "Distrito" o "12 años de esclavitud", películas que, aun pudiendo ser salvables como producto, no hacen otra cosa que caricaturizar la cuestión. ¿No queríais revolución? -dice Hollywood-. Aquí la tenéis, pero con gaseosa. Y el público se sigue aplaudiendo a sí mismo cuando paga la entrada, orgulloso de lo inclusivos e igualitarios que nos hemos vuelto. Mira que somos idiotas.

Hablar de la más que probable psicopatía subclínica de esta élite financiera o de la tendencia a las excentricidades sexuales y psicotrópicas de sus mimadas estrellitas sólo serviría para esquivar la raíz del problema. Hollywood no puede ni sabe cómo liderar un cambio social que ha venido para quedarse, y exigírselo es tan inconsciente como tratar de resucitar un muerto. Y Hollywood, como dice Paul Schrader, está muy muerto.

P.D.: No tenéis por qué caer en la edulcoración o el enseñanamiento que propone hoy Hollywood cada vez que quiere tratar un tema relevante. "Thelma y Louise" y "Haz lo que debas" son dos películas simpaticonas que demuestran que se puede generar conciencia en el público y entretenerlo al mismo tiempo. Lo mejor de ambas es que, no os lo vais a creer, ni siquiera necesitan insultar vuestra inteligencia para conseguirlo.

miércoles, 11 de octubre de 2017

Darren, hazte un favor y abre un libro

Ayer fui a ver la última película de Darren Aronofsky, movido más por la curiosidad que se ha generado alrededor que por un interés genuino. Sé que éste era el plan de promoción de la película desde el principio, pero no me duele en el orgullo admitir que les ha funcionado conmigo. Abucheos, críticas hirientes, espectadores que abandonan la sala, fanáticos que la defienden... ahí había humo y yo quería ver el fuego.

Vaya por delante que nunca he sentido especial afinidad por el cine de Aronofsky. Su filmografía (con alguna excepción) se me antoja mediocre y delirante, y ha cimentado su carrera a base de provocar a la audiencia y colocarse la etiqueta de excéntrico como coartada. No tengo mayor problema con eso, otros lo hicieron antes que él; pero debes ofrecer algo de materia prima a cambio si no quieres que empiecen a verte como el tonto del patio de recreo.

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Antes de proseguir, hablemos un poco de figuras retóricas. Jeniffer Lawrence, flamante protagonista de la cinta, dice:

"Él (D.A.) quiere que la gente vaya sin saber nada. Se van a perder todo el detalle y la brillantez que tiene la película. Mi consejo es que entiendan la alegoría."


Javier Bardem, segundo protagonista, habla de su papel:

"No podía identificarme (con Dios) siendo humano. Pero cada vez que volvía a esa alegoría encontraba mi sabiduría."

¿Empezáis a ver el patrón? ¿No? Bueno, aquí un extracto del director hablando de la naturaleza del personaje de Lawrence:

"Tiene que ver con la alegoría de la película."

¡Resulta que la película es una alegoría, una representación simbólica, pobres mentes simplonas! Cuando Aronofsky transforma un velatorio en un festivalote universitario, cuando te muestra ejecuciones que nada tienen que envidiar a las del Daesh, cuando recurre a la violación en grupo o al canibalismo más explícito; ¡todo es pura representación figurada! Hay que que ser ingenuo...

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La reflexión que viene a continuación es enteramente personal, no una verdad escrita en piedra. Parece tontería tener que aclararlo, pero os sorprendería saber cuánto ego herido hay por ahí fuera. Quizá hable de ello en una futura entrada.

Voy a comenzar con una cita de Andréi Tarkovsky, legendario director ruso al que se le acusó erróneamente de practicar un cine en exceso simbólico, extraída de su formidable ensayo "Esculpir en el tiempo":

"Existe, y está ya muy manido, el concepto de «cine poético». Comprende aquellas películas cuyas imágenes pasan audazmente por encima de la concreción fáctica de la vida real (...). Pero encierra un peligro muy específico, el peligro de que aquí el cine se distancie de sí mismo. El cine poético normalmente suele originar símbolos, alegorías y figuras retóricas parecidas. Y, precisamente, éstas no tienen nada que ver con aquella forma de imagen que constituye la esencia del cine."

Tarkovsky está hablando aquí del peligro de abusar de las figuras retóricas en el cine. Él creía, y yo lo suscribo, que el cine tiene una ventaja fundamental sobre otras artes: la inmediatez del impacto emocional. Esto es así porque el cine posee la capacidad de presentar una realidad en un espacio y tiempo determinados, en lugar de representarla. Explica el genio ruso:

"Ni un solo objeto (...) debe ser presentado fuera de ese tiempo que corre concretamente, como si fuera símbolo de un tiempo inexistente. Si uno se aparta de esta condición, de inmediato se abre la posibilidad de introducir, como de contrabando, una gran cantidad de atributos de artes afines. Con ayuda de ellos, no hay duda de que se pueden hacer películas muy efectistas. Pero, desde el punto de vista de la forma cinematográfica, contradicen el desarrollo y la evolución normales de la naturaleza y también la esencia y las posibilidades del cine."

Las figuras retóricas, ya sean metáforas, símbolos, alegorías o metonimias, pertenecen al ámbito de la literatura. Son extranjeras al cine puesto que no surgen de éste. En el lenguaje verbal, llamamos a la unidad elemental «fonema», pero éste carece de significado per se. Debemos atribuírselo. Cuando formamos una cadena de fonemas, lo que obtenemos como resultado es un significante; es decir, una linguística que encierra una imagen mental: el significado.

Nada de esto ocurre con la unidad elemental del cine, el fotograma. No es necesario irse fuera de la propia imagen a buscar su significado, sino que éste se funde con el significante en una relación denotativa. Si me muestras una casa, no imaginaré otra: sé que es esa casa en ese preciso instante. He aquí el gran potencial del cine.

Esto no es óbice para que las figuras retóricas puedan ser utilizadas como herramientas, ya que la encadenación de fotogramas también permite construir un significante que arroje un significado más elevado. Si antes hablaba de presentar una realidad, el simbolismo nos puede ayudar a penetrar en ella. Kubrick recurrió a él en muchas de sus cintas; en "Dogville", de Lars von Trier, cada personaje es un símbolo en sí mismo; incluso yo, en mi primer guion, recurrí al lirio como representación simbólica. La diferencia elemental reside en la utilización del símbolo como instrumento que nos ayude a contar mejor nuestra historia; además de que, en palabras del poeta y dramaturgo 
Viatcheslav Ivanov:

"El símbolo sólo es verdadero cuando es incomprensible, cuando no se puede reproducir con palabras."

Lo cual va muy en la línea de lo que opinaba Albert Camus en su célebre ensayo "El mito de Sísifo":

"Nada es más difícil de entender que una obra simbólica. Un símbolo supera siempre a quien lo emplea y le hace decir en realidad más de lo que cree expresar."

Como veis, son demasiados personajes ilustres los que comienzan a ponerse de acuerdo con respecto a la naturaleza del símbolo. "mother!" sólo desdibuja la verdadera intención del autor, susceptible de ser verbalizada sin problema como bien han demostrado los actores y él mismo en sucesivas entrevistas, para enterrarla después sobre capas y capas de imaginería con la infantil pretensión de "lanzar una granada a la cultura popular". Sin embargo, cuando Aranofsky no respeta la función básica del símbolo como figura retórica y, en su lugar, lo convierte en eje medular de una historia, es una señal alarmante de que, como dicen los ingleses, tiene la cabeza tan metida en el culo que cree que todo lo que sale de ese orificio es una genialidad. Por si lo dudáis, Tarkovsky opinó lo mismo que yo, aunque con un lenguaje más elegante:

"Por eso le molestan a uno los pretenciosos deseos del actual «cine poético» de distanciarse del hecho, del realismo del tiempo. El único resultado posible son la petulancia y el manierismo." 

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Vayamos terminando: ¿qué es "mother!"? ¿Una alegoría de Dios y la Naturaleza? Quizá. ¿La relación entre un autor con el ego hecho trizas y su inspiración? Ajá. ¿Una crítica a la maternidad y el matrimonio feliz? Pues molt bé. ¿Todo lo anterior y nada a la vez? Chachi para ti, Aronofsky. La verdad es que, a pesar de que la controversia me había llevado hasta la sala de cine, desde el instante en que puse un pie en ella renuncié a seguirle el juego al autor de apellido conspicuo. Ni sé ni me importa de qué va esta película. 

No le conozco personalmente, pero, si tengo que juzgar por lo que dice en sus entrevistas, Darren Aronofsky parece no ser más que un payasete con personalidad adolescente y tendencias egomaníacas; por su bien y por el vuestro, no le riáis la gracia.

miércoles, 16 de agosto de 2017

El escribir con buena letra

Rescato y finalizo está reflexión que archivé en su momento, a colación de aquella crítica a "Pieles", primera película de Edu Casanova, y que creo merece la pena publicar como breve anotación al margen. Mucho se ha dicho de la aversión que tenemos en este país a las visiones creativas poco convencionales, pero, en este caso, se me antoja como una torpe justificación del repudio generalizado hacia esta cinta. Lo considero así porque lo que se nos presenta en este debate son dos pulsiones aparentemente contradictorias, un Apolo y un Dionisos que se refutan entre sí cuando no tendrían por qué.

Las personas que defienden esta película la describen como una aguda alegoría de la realidad. Lo sé, yo tampoco entiendo muy bien a qué realidad se refieren, pero la misma Macarena Gómez dijo en una entrevista de promoción en La Sexta: "No hay nada malo en impactarse. La gente tiene miedo de la realidad". Intentaré no entrar al trapo con el sarcasmo por delante.

Es maravilloso que, como autores, tengamos un mensaje y estemos deseando compartirlo con el mundo. El problema es que el mundo puede no querer escuchar lo que tienes que decir (Samuel Goldwyn, tío inteligente donde los haya, tenía muy claro esto: "si quieres enviar un mensaje, utiliza el servicio postal"), así que no nos queda más remedio que disfrazarlo, añadir capas de maquillaje, en un intento por invitar al espectador al juego. El joven Edu Casanova tiene un discurso muy concreto sobre la imagen física y la desmesurada atención que se le presta, lo que es muy legítimo. Ahora le sobreviene un dilema: no tiene muy claro cómo hacer llegar ese mensaje a la audiencia.

En Pieles, Edu pensó que sería buena idea coger ese discurso, masticarlo con la boca abierta y escupírselo en la cara al espectador. ¿Resultado? Alguno, contento por el festival de efluvios salivales del joven cineasta, le aplaudió la ocurrencia; el resto, mayoría de público y crítica, le devolvió el escupitajo. Perdóneme el lector la indigesta alegoría, pero comprenderá que me ahorra muchas explicaciones.

Sin embargo, Edu podría haber tomado otro camino. Aquí, yo hubiera escrito el verbo sutilizar, pero, tras pensarlo, concluyo que su significado es demasiado abstracto para ser visualizado; así que me decantaré por otra palabra: elegancia. Parto de una intuición indemostrable, pero la elegancia resulta tan atractiva porque denota autocontrol, y éste, a su vez, denota inteligencia. Esto no es un veto al arrojo y la pasión, sólo un breve recordatorio de que, para obtener la satisfacción de echar abajo el castillo de naipes de un manotazo, primero hay que tener el temple para construirlo.

El director de 'Pieles', Eduardo Casanova y la actriz Macarena Gómez. Foto: Manuel Cuéllar. Por seguir con la alegoría, si Edu hubiera tenido la elegancia de esconder sus ases en lugar de arrojar la baraja entera sobre la mesa, el espectador no habría visto venir el discurso desde el minuto uno. Por supuesto habrá alguno con la capacidad de lectura de un cactus cholla que entonces se queje de no sacar nada en claro (exacto: el mismo que disfrutó con el escupitajo); pero el resto nos habremos entretenido atando cabos hasta llegar al momento clímax, donde la película finalmente descubra sus cartas. ¿Por qué es tan importante mantener al espectador elucubrando hasta entonces? En el arte, a diferencia de la geometría, la distancia más corta entre dos puntos no es una línea recta. Este rodeo puede ser tedioso pero mucho más efectivo a la hora de lograr lo que la película se propone: colocar su mensaje y, al mismo tiempo, conseguir que la audiencia profundice en él por sí misma.

En cuanto a la deliberada provocación que calza la cinta, genios del séptimo arte como Stanley Kubrick o Lars von Trier también se apoyaron en ella para promocionarse sin ningún pudor (y también fueron reprendidos), pero el tiempo no ha erosionado la universalidad del discurso en sus obras. Se puede entender "La naranja mecánica" sin los explícitos asaltos de la pandilla protagonista; también se puede disfrutar de "Los idiotas" sin las escenas de desnudos o sexo explícito; sin embargo, es imposible asimilar "Pieles" sin recurrir a los bajos instintos dionisíacos. Apolo no está ni se le espera. Tengo leído que la próxima película de Edu se titulará La Piedad, y casi puedo visualizar a santos y vírgenes fornicando en slow-motion, entre otras epifanías judeocristianas. La irreverencia en exceso es un arma de doble filo que te puede hacer parecer tanto un visionario como un vulgar payasete; y, según se extrae de su opera prima, Edu Casanova está muy interesado en las apariencias. Quién lo diría.

La descripción tan obscena de la realidad que hacen Macarena y Edu es muy lícita, pero no es más que un sermón, una homilía con envoltorio color pastel que impide que la película se extienda más allá de la pantalla. La audiencia lo percibe y, en consecuencia, lo rechaza; aunque ellos prefieran pensar, no sin cierta razón, que en España se desprecia porque sí.

"Es absolutamente imprescindible que el artista oculte sus propias intenciones. Si insiste en ellas, quizá el resultado sea una obra de corte más actual, en el sentido cotidiano de la expresión. Pero una obra de arte de un significado mucho más perecedero."
-Andrei Tarkovsky. Esculpir en el tiempo, pag. 212.

viernes, 4 de agosto de 2017

Watchmen, Nietzsche y Zack Snyder: tres son multitud (I)

Siempre he considerado los cómics una suerte de lectura para vagos. Naturalmente, yo también crecí leyendo los Mortadelo y Filemón, Super López y demás tiras cómicas; pero llegada una edad, simplemente perdí el interés. Ahora, con la cartelera saturada de películas de superhéroes a cada cual más lamentable, la celebración de innumerables eventos de cosplay y la prensa copada por noticias irrelevantes sobre este medio, empiezo a pensar que, oye, quizá soy yo; quizá estoy hablando sin saber y resulta que me estoy perdiendo algo que de verdad merece la pena. Sigo pensando que de aquí a unos años miraremos todo este circo y crisparemos los labios como ahora lo hacemos al escuchar una canción de Raphael, pero parece que aún estamos lejos de ese día. Por eso, a mis 24 años de tierna infancia, no me queda más remedio que rebelarme contra esto, y si hay algo que me gusta hacer es enfrentarme a mis prejuicios.

Fui a mi navegador e investigué un poco. Si voy a leer un cómic, no puede ser algo tan insustancial que confirme mis sospechas sobre este medio. Necesito empezar por el tejado, por la cereza del pastel. Así fue como llegué a un nombre: Watchmen.


Había escuchado de todo; y siendo sincero, ¿cómo de trascendente podía ser algo que había sido adaptado al cine nada menos que por Zack Snyder, ilustre gurú de la cultura basura? Éste es un blog de cine, pero, tras la lectura, decidí que Watchmen merecía una doble entrada. En la primera, hablaré de mis impresiones sobre el cómic, y en la segunda, utilizaré lo que aquí mencione para hablar de la vilipendiada película de Snyder.

Desplazo la portada a mi izquierda: ningún epígrafe, sólo un par de agradecimientos y el Capítulo I ocupando la hoja al completo. Directo al grano, sin solemnidades. Me encuentro con una chapa smiley en la calle, manchada de sangre. De pronto, el plano cenital se eleva más y más sobre la fachada del edificio hasta que el adorno se pierde de vista. En un lujoso ático, unos detectives conversan: alguien ha caído al vacío. Recuerdo levantar la vista y pensar "¡Eso no me lo esperaba!"


No voy a mentir, mi periplo por las páginas de este cómic estuvo empedrado de reacciones similares. El dibujo era fantástico: contrapicados subyugantes, cenitales ascendentes, planos subjetivos, etc. Caramelo para la vista. Por otra parte, hizo que se me disparasen todas las alarmas: el cine no podía competir con eso. Sin salir aún de mi asombro, encontré que cada capítulo estaba rematado con un texto, porciones de literatura diegética; es decir, extraída del propio mundo narrativo. Este metalenguaje es algo muy posmoderno, pero en 1985 debió ser todo un gol de chilena por parte del guionista, Alan Moore. Este señor se permite además incluir un cómic de piratas ficticio que va utilizando, según le conviene, como contrapunto de la historia. ¿Un cómic de superhéroes que emplea figuras retóricas, y que además lo hace con solvencia? Mis prejuicios iniciales se disolvían como azucarillos...

Entonces hizo acto de presencia el que sin duda es el personaje más fascinante de este relato, el Doctor Manhattan, con una frase impropiamente bochornosa:

"Un cuerpo vivo y uno muerto contienen el mismo número de partículas. Estructuralmente, no existe ninguna diferencia discernible. La vida y la muerte son conceptos abstractos, incuantificables"

Ahí lo tenéis: el absurdismo, el nihilismo, el fatalismo... todo resumido en unas líneas y sin que nadie le haya preguntado. Albert Camus ha resucitado y se ha vuelto a morir, pero de la risa. Achaqué esto a las limitaciones del medio, en el que los diálogos deben ser lo suficientemente certeros como para encajar en diminutos bocadillos. Sin embargo, esto no acaba aquí: comencé a leer indisimuladas referencias al superhombre y a la voluntad de creación en el Doctor Manhattan, al nihilismo en la figura del Comediante, etc. En efecto: Alan Moore estaba coqueteando con Nietzsche. Esto podía acabar en matrimonio mal avenido.


Entro en el Capítulo IV, en el que Doc. Manhattan, tras exiliarse a Marte, nos cuenta su pasado, su presente y su futuro como si lo viviese de manera simultánea. No se trata de que pueda ver el futuro, como erróneamente se dice en película y cómic, sino de que ya lo ha vivido, lo vive y lo vivirá. Alan se estaba apropiando del concepto nietzscheano del eterno retorno de lo idéntico para narrar la perspectiva de su personaje. Con un par. Para los que no estéis familiarizados con el eterno retorno nietzscheano, éste propone un tiempo circular en el que el pasado se repetirá en el futuro y éste, a su vez, en el pasado. La explicación viene de considerar el tiempo como algo infinito y la materia existente como una finitud; de esta manera, las posibles combinaciones acabarán por agotarse, momento en el que comenzarán a repetirse de nuevo. Nietzsche estaba mucho más interesado en las implicaciones morales de esto que en las cosmológicas, pero la de Alan Moore no deja de ser una interpretación muy creativa del concepto (en un momento del capítulo, el Doctor Manhattan describe, muy intuitivo, cómo siente un déjà vu de un suceso que aún no ha acontecido).

Respecto al superhombre nietzscheano (el famoso Übermensch) en la figura del Doctor Manhattan, es necesario una reflexión previa. El nihilismo, la decadencia vital de la que tanto hablaba Nietzsche, tiene dos vertientes. En la primera, que él tildó de pasiva, el sujeto que advierte la muerte de Dios (el orden moral imperante), el cual otorgaba sentido a la existencia, se convierte en un pozo vacío de significación y es incapaz de dar valor a nada; en la segunda, activa, el sujeto crea su propia tabla de valores y así da sentido a su existencia. Ésta última es la actitud del superhombre, el que trasciende el nihilismo para crear un nuevo sistema moral a sus pies.

¿Quién es el superhombre en Watchmen? Doc. Manhattan ni siquiera es un hombre; de hecho, al final del cómic menciona que irá a otra galaxia a crear vida, parida que nada tiene que ver con el concepto. Búho nocturno y Espectro de Seda son tan defectuosos y acomplejados como cualquier otro ser humano, admiten no entender nada de lo que ocurre y se abandonan al hedonismo al final de la historia. El Comediante es el prototipo de nihilista pasivo, un personaje tan atormentado como cruel, amoral en todos los aspectos. El de Rorschach es un caso más complejo: en cierta parte del cómic, admite no ver ni plegarse ante ningún Dios; sin embargo, no es capaz de ir más allá. Su visión rancia y conservadora de la humanidad, la cual divide en aliados o enemigos, implica que, a pesar de conocer la muerte de Dios, no renuncia a su moral previa sino que la apuntala. Sólo nos queda Ozymandias, quien sí es capaz de elevarse por encima del resto y mirar en la distancia. Su plan, consistente en sacrificar una ciudad para salvar el mundo, es atroz para el resto de vigilantes pero demuestra ser eficaz. No obstante, en los últimos compases del cómic, dice:

"Los demás me consideran insensible, pero me he obligado a sentir todas y cada una de las muertes (...). Sé que he caminado sobre las espaldas de inocentes asesinados (...), pero alguien tenía que cargar con el peso de ese crimen."

Esto sugiere arrepentimiento. Ozymandias se ve a sí mismo como un sacrificado: no reniega de su moral anterior, sino que brinca por encima de ella como en una carrera de obstáculos cuya meta es la salvación de la humanidad. El superhombre nietzscheano, por tanto, es una cuestión no resuelta en el cómic, a pesar de que Alan Moore lo menciona reiteradas veces; lo que puede ser una burla descarada o un flagrante desconocimiento por su parte.


No es lo único que se le puede reprochar al, por otra parte, soberbio guionista. Seguramente a causa de Hitler, el cual interpretó a Nietzsche como bien le convino, se tiene del pensador alemán la imagen de un hombre insensible y de carácter tirano. El mismo Alan no duda en utilizar su filosofía para caracterizar así a la terna conformada por Doc. Manhattan, Roscharch y Ozymandias; y esto me parece un serio derrape. Friedrich Nietzsche fue un personaje atormentado y elitista, sí, pero también era un vitalista, un enamorado de la vida y sus contradicciones, como él mismo cuenta en Ecce Homo. En el pequeño pueblo suizo de Sils-Maria, donde veraneaba, aún le recuerdan como un hombre con un fino sentido del humor al que le gustaba jugar con los niños y participar en la vida del vecindario. Un tío cojonudo, vamos. Su filosofía era de autosuperación, de emancipación, una apología a la voluntad del individuo por encima del rebaño gregario; nada dijo de bichos azules omnipotentes. No me cabe duda de que Moore es un hombre muy culto, pero dista de ser un experto en la materia.


Cuando la última página del cómic cayó a mi izquierda, fui a buscar información sobre todo lo dicho hasta ahora, y cuál fue mi sorpresa cuando no hallé ningún comentario al respecto en el vasto pozo de futilidad que es Internet. Si no me creéis, probadlo vosotros mismos e introducid en el buscador Watchmen Nietzsche: sólo encontraréis frívolas alusiones al superhombre, y esto es únicamente porque la palabra se menciona de manera explícita en el cómic. Lo que estaba haciendo Alan Moore, por ejemplo, en el Capítulo IV era una filigrana sólo al alcance de un genio, pero nadie había reparado en ello; y si lo habían hecho, no les parecía digno de mención.

Esto me devuelve a mis prejuicios iniciales: lectura para vagos, decía. Desde luego, no voy a considerar a nadie como un iletrado por no estar familiarizado con la obra de Nietzsche, pero no deja de ser sintomático cuando se convierte en un patrón del que se obtiene un doble resultado: bien los lectores de Nietzsche no están interesados en Watchmen, bien estos no están interesados en aquél. En cualquier caso, una lástima para ambos. La única certeza es que Watchmen, aun siendo disfrutable por toda clase de lectores, no puede ser comprendido sin el pensamiento del filósofo alemán, lo que me deja con una pregunta: ¿qué habrán leído las sucesivas generaciones que tanto veneraron el cómic sin saber de dónde provenían sus complejas influencias?

Esta pregunta nos lleva a 2009 y a un hombre, prototipo de ese lector de cómic con déficit de atención: Zack Snyder. Si vas a apropiarte de una historia, más te vale saber lo que tienes entre manos. Huelga decir que no fue el caso, aunque hablaré de ello en la siguiente entrada.

No reneguéis de él ahora, cobardes. Vosotros habéis creado al monstruo.