domingo, 15 de enero de 2017

Silencio

Resulta curioso cómo el azar y la mercadotecnia han hecho coincidir en cartelera dos películas con tanto en común y, al mismo tiempo, tan diferentes como "Hasta el último hombre", de Mel Gibson, y "Silencio", de Martin Scorsese. Los paralelismos son evidentes: el actor protagonista es el mismo, Andrew Garfield, y ambas narran un viaje de fe en el que se ponen a prueba las convicciones de sendos personajes. De la involuntaria comicidad de la propuesta de Gibson ya hablé la semana pasada, es el momento de hacer el pertinente análisis del intento de Scorsese.

No soy una persona religiosa y carezco de la tentación de poner un apellido a mi falta de fe. La religión, simplemente, no es mi camino. Tampoco soy un fundamentalista del conocimiento empírico y el método científico, pero sí me fascina la existencia del sesgo, parcialidad de la que no está desprovista esta crítica a "Silencio". Confieso mi predilección por Scorsese, un cineasta capaz de hablar a través de la cámara, de comunicar ideas complejísimas con pocos y certeros recursos. "Silencio" no es una excepción, lo que no significa que la considere perfecta: el arranque me pareció mediocre; el desenlace, superfluo. No obstante, no me detendré en sus tropiezos, pues creo no hacen justicia a la obra.


Me he propuesto escribir esta crítica con la seriedad que la película se dedica a sí misma. Ésta nos narra el periplo por el Japón feudal del siglo XVII de dos jesuitas portugueses, Rodrigues y Garupe, en busca de noticias de su antiguo maestro, el cual parece haber renunciado públicamente a su fe por la brutal represión de los inquisidores imperiales. Con la ayuda de un apóstata japonés, consiguen cobijo en un poblado en el que se practica el cristianismo clandestinamente. Rodrigues comienza a observar los primeros detalles que le hacen reflexionar: los nativos parecen más cautivados por los amuletos religiosos y la promesa de un paraíso próspero que por el obsequio de la fe y sus ritos. Aquí advertimos la primera gran diferencia entre las películas de Gibson y Scorsese, y es que, mientras el primero se esfuerza por hacer dudar de su fe a su protagonista, el segundo consigue que la duda nazca por sí sola en la conciencia del joven jesuita. Esto contribuye a su caracterización, impidiendo que el personaje se nos vuelva plano. Rodrigues es un sujeto proactivo, no pasivo.

La segunda gran diferencia entre ambas cintas es su progresión. Las convicciones de Desmond Doss en "Hasta el último hombre" no hacen sino fortalecerse con cada prueba que supera, no así las de Rodrigues, que se tambalean con cada golpe recibido. El suyo es un viaje hacia la renuncia, la negación de los ideales y, finalmente, de la propia identidad; un viaje desde la certidumbre hasta la más completa sordomudez espiritual, en la que la apostasía bien podría ser un acto de amor hacia el prójimo. Quien espere un mensaje evangelizador se va a llevar una sorpresa, pues el silencio que da título a la película no es otro que el de Jesucristo, constante aludido en toda la narración pero siempre mudo. El teólogo Guillermo Juan Morado cometió ese error y salió del cine un poco desconcertado: "No acabo de tener claro lo que ha querido comunicar Scorsese. (...) No creo que la película tenga una completa correspondencia con la fe católica. Estoy convencido, más bien, de lo contrario".


La última y más importante diferencia reside en el tratamiento de la violencia. Mel salpica el escenario de sangre y vísceras con la esperanza de que eso cause algún impacto en el espectador (ya dijimos que en vano, pues sabemos desde el principio que nuestro protagonista no muere). No contento con esto, adereza las imágenes con incesantes estallidos y silbidos de bala que producen poco más que desconcierto al cabo de un rato. En la cinta de Scorsese, las escenas de tortura son una constante, pero su presentación es diametralmente opuesta: secuencias largas, planos estáticos y sonido ambiente, sólo interrumpido por los agonizantes aullidos.

Resulta estremecedor el ingenio de los métodos de tortura japoneses. Qué hijo de puta puede llegar a ser el ser humano. Sin embargo, la película no se percibe con sadismo, pues la mayor parte del metraje es utilizado para mostrar la reacción de Rodrigues frente a la atrocidad. Su desconcierto, su insularidad y su sufrimiento se reproducen en el espectador por obra de un vínculo innato (o no tanto) entre semejantes humanos llamado empatía. La audiencia percibe el conflicto interior del protagonista, tentado a la apostasía, más dolorosa que la tortura en sí.

Decía en el anterior párrafo, entre paréntesis, que suponer innata la empatía es muy heroico. Cuando la película terminó y la luz regresó a la sala, escuché que un chico que tenía cerca comentaba esto con su pareja: "Está bien, pero demasiado repetitiva". Ésta es la habitual valoración de alguien que no se ha enterado de nada. Una película no reincide en ciertos aspectos si no cree que haya algo importante que comunicar al espectador.

A propósito de esto, me llamó la atención las ganas que le quedaban al público de reír tras un buen puñado de atroces torturas. En una escena, el inquisidor japonés nos cuenta una fábula de príncipes y concubinas para explicar lo que supone para el Japón feudal la introducción del cristianismo. Imaginemos un hombre al que le sobran las pretendientas, con la mala suerte de que todas son muy feas; por ello, decide rechazarlas a todas. La audiencia carcajeó divertida. Como si hubiese escuchado las risas a través de la pantalla, el inquisidor persevera en su relato: imaginemos que toda la desgracia no es que las concubinas sean poco agraciadas, sino que son estériles. Ni una risa se oyó entonces. Pongamos ahora nombres a los protagonistas de nuestra fábula: Japón sería el apuesto príncipe; Portugal, España y el resto de países católicos, las infértiles mujeres. La escena termina y doy por hecho que aquellos que rieron la gracia no entendieron lo que el personaje pretendía explicar: el cristianismo es visto por el Imperio japonés como una forma de conquista, una de tipo espiritual; de ahí el peligro que conlleva.

En definitiva, no es una cinta fácil de ver. Es violenta, inteligente y pone a prueba la pericia del espectador con cada fotograma. Soy consciente de que no todo el cine es para todas las plateas, pero, si estás dispuesto/a a darle tu tiempo y tu dinero, descubrirás que la película da a cambio mucho más de lo que exige.



Nota: Como soy tan travieso, se me ha ocurrido buscar la calificación en Filmaffinity de un inocuo musical muy comentado a propósito de la miríada de Globos de Oro que se ha llevado, "Lalaland".

Valoración de Silencio: 6,3.
Valoración de Lalaland: 8,3.

Juzgad vosotros mismos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario